Ayer me disfracé. Ya hacía tiempo. No sé si demasiado, porque yo puedo ser el canario menos carnavalero del circuito (cosa que me sigue permitiendo tener muchísimo más sabor que el peninsular medio, pero eso es otra historia). El caso es que disfrazarme me ha hecho recordar qué es lo que no me atraía del carnaval. Y no era el disfraz, ni mucho menos. Eran las aglomeraciones. Soy más de escapatorias fáciles y baños limpios que de mogollón y sudor compartido. Vamos, me repele del carnaval lo mismo que de las Fallas, la Mercè o la Patum de Berga.
Y me ha dado por pensar que ya es suerte, a pesar de lo que rehuyo a la gente, haber encontrado amigos. Tantos amigos. Y qué amigos. Cantidad y calidad. Un privilegio. Allá donde he estado, donde he puesto el huevo un rato, yo, el gruñón, el arisco, el fan número 1 del sofá-manta-peli (manta y peli opcionales) he disfrutado de seres humanos maravillosos a mi alrededor. A todos los veo poco, cada vez menos, culpa de la vida y de mi natural querencia al aislamiento. Tan poco que tendrían motivos para recordarme solo vagamente. Pero ahí siguen los cabrones. Meses, años, lustros después. Gente excepcional en lo suyo. Más necesarios que el ibuprofeno. Más eficaces también.
Mucha suerte pa'uno solo, ¿no? ¿No será que está petado el mundo de gente buena? No es lo que parece, pero soy científico y estoy acostumbrado a analizar datos y tendencias y darle poca importancia a las apariencias. Algo sabré de esto.
O no. Al fin y al cabo me disfracé de Batman y ya estoy de vuelta en la bat-cueva. Solo. A oscuras. Buscando malos a los que atollinar.

