¿Limitaciones al sufragio? Sé que lo menos que me llamarán algunos será elitista. La derecha (la fascista y la neoliberal) podrían, paradójicamente, llegar a llamarme nazi. Y cierto sector de la izquierda tradicional me acusará de antidemocrático. ¿Por qué? Porque pienso que el sufragio debería ser meritorio, que el votante tendría que ganarse su derecho a poder votar.
En algunos países de Latinoamérica como Bolivia y Perú, y en otros de la Unión Europea como Chipre, Bélgica, Grecia, Italia y Luxemburgo se imponen multas a quienes no van a votar. Esto ayuda a eliminar la abstención pasiva, pero no estimula el interés, la preocupación, de la ciudadanía por la cultura política. De este modo, suele suceder lo habitual: que la gente vote a un candidato no ya sin leerse su programa, sino sin siquiera comprender cuáles van a ser las bases filosóficas, políticas y económicas de su actividad política. En las últimas elecciones generales españolas de 2011, en plena destructividad de la crisis, el PP obtuvo mayoría absoluta a costa de un PSOE (que parte de su responsabilidad tuvo), al que se culpabilizaba por entero de la situación en quiebra del país (cuando se trataba de una crisis mundial [!]) y prometiendo que iba a bajar los impuestos (la promesa populista par excellence). Y os aseguro que el grueso de los que votaron al PP no tenía ni pajolera idea de la diferencia que había entre unas elecciones generales y unas elecciones autonómicas; no hablemos ya de decirles que te expliquen lo que es un plebiscito...
De manera que la gente que opta por la abstención pasiva suele poseer la misma cultura política que los que únicamente piensan en política cada cuatro años. Esto es: ninguna. El mejor captador de votos no es un programa electoral ni una promesa como puede ser bajar la cuota a los autónomos o tumbar la Ley Mordaza, sino la imagen. Por eso Pedro Sánchez llamó a Jorge Javier Vázquez y visitó, como Esperanza Aguirre, El Hormiguero; un programa mainstream que los grandes grupos corporativos neoliberales ven como apropiado o, mejor, como inofensivo políticamente.
Uno de los puntos clave en la estrategia del sistema neoliberal, capitalista, es no incentivar el interés por la cultura política y, en su detrimento, ofrecer una variada oferta televisiva y pseudocultural que, en muchos casos, ni siquiera provoca la aparición de un mínimo pensamiento crítico. No interesa que la gente sepa de política, y mucho menos si esa política puede cuestionar su imperio económico. La dicotomía derecha e izquierda se opone constantemente, aunque casi ninguno de los que vota sepa explicarte la diferencia entre un partido conservador y uno socialdemócrata, entre el marxismo y el capitalismo, o entre una república presidencialista y una monarquía parlamentaria.
Imaginaos que Belén Esteban pide el voto para el PSOE, ¿quiénes le votarían? Una ristra larga y ancha de analfabetos (funcionales o no) y, sobre todo, gente a la que la política le aburre. Parecido a lo que ha pasado con Ciudadanos y el Yoyas, un concursante de un reality show que lo más productivo que ha hecho políticamente ha sido acojonar al mezquino de Salvador Sostres a base de insultos. Lo que os he dicho: Pedro Sánchez y Esperanza Aguirre en El Hormiguero, y el Hombre de Negro anunciando la nueva oferta de Jazztel.
Llegas a la conclusión, entonces, de que el sufragio universal es un lastre para la democracia; porque la gente no vota con razón ni con el corazón (como decía el otro día Arcada Espada; sí, sí, arcada) sino por la imagen y por el grado de convencimiento que los grandes medios de comunicación corporativos hayan conseguido inocularles. Yo, y todo al que la infraestructura, la estructura y la superestructura del estado en el que le ha tocado nacer le importe lo más mínimo, deseo votantes que comprendan la realidad, que perciban las diferencias entre las palabras de unos y las de otros, no votantes con los que conversar sobre el partido de ayer. El sufragio universal atenaza la conciencia política.
El sufragio meritorio está en las antípodas del sufragio censitario que impuso Cánovas (el padre del bipartidismo e ídolo histórico del PP y antecesores) durante la Restauración, el cual se compraba, literalmente, por cuatro perras gordas -y es que la historia de la democracia demuestra que esta tiene mucho de lo que avergonzarse-. Su aplicación sería sencillísima: que cada ciudadano hubiera de aprobar un examen sobre los fundamentos de la cultura política vernácula. No se trataría, ni mucho menos, sobre realizar un comentario de texto de El capital, La riqueza de las naciones o El príncipe, sino demostrar que se conoce el funcionamiento de las instituciones, la Constitución o las diferencias esenciales entre una y otra ideología. Es algo que a los académicos no les costaría mucho consensuar. La clave residiría en que los ciudadanos deberían estudiar el pequeño manual creado al uso y, de este modo, adquirirían los rudimentos políticos necesarios para ejercer el voto con verdadera convicción, sin influencias exógenas mediáticas o circunstanciales.
Votar es una grandísima responsabilidad, y si has de pasar un examen para otras actividades que implican solvencia, como conducir o ejercer la medicina, también habrías de tener que pasarlo para ejercer el sufragio.
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