Tal vez muchos suicidas lo acabaron siendo porque no encontraron un centímetro de comodidad en este mundo, porque siempre se sintieron raros y extraños.
Hay determinadas palabras que nos cuesta pronunciar porque tal vez no llegamos a entender el hecho que las genera. Y así, nos cuesta reconocer que nosotros mismos, o nuestros hijos, o alguien muy allegado, acude con frecuencia o asiduidad a la consulta del psicólogo. No nos cuesta comentar, compartir, que tenemos problemas de espalda, una hernia o miopía, pero nos cuesta un mundo, a veces todo un universo, reconocer que tenemos problemas mentales. Tal vez porque lo seguimos relacionando con ese concepto del pasado, tan genérico, amplio y excluyente como es la locura. Locos que van al loquero, en esos tiempos de los manicomios, que no dejaban de ser una especie de prisiones para aquellos que nos molestaban, que no entendíamos o que considerábamos un peligro. Parece que hemos cambiado, pero relativamente, el tabú sigue estando presente. Hoy, nuestros hijos acuden a sesiones psicológicas con cierta frecuencia, yo no fui nunca ni tampoco mis amigos, o eso creo, pero sin embargo somos nosotros, los padres, los que les pedimos que no digan nada, tal y como hacemos nosotros mismos. Y no lo hacemos por muy diferentes motivos, imagino que cada cual tendrá los suyos, pero entiendo que se pueden resumir en uno: no queremos que a nuestros hijos los clasifiquen de diferentes, con todo lo que eso conlleva. Y si nos cuesta reconocer que atravesamos por una mala racha mental que nos exige recibir ayuda, apoyo, terapia, muchísimo más que un familiar, alguien cercano, se ha suicidado. Salvo excepciones, solo lo admitimos en ámbitos muy íntimos y reducidos. Mientras, tratamos de eludir el tema, callamos, nos ausentamos, mentalmente, cuando alguien lo saca a la palestra. Lo ignoramos.
Está claro que cada cual es muy libre de decidir el punto o nivel de información que ofrece de su vida, nadie puede situarte el listón, es una decisión absolutamente personal. Al igual que nadie te puede exigir que declares con quien te metes en la cama, cuánto dinero tienes en la cuenta corriente o yo qué sé, demás datos que corresponden a tu intimidad, es incuestionable. Pero sí que es cierto que, igual que la “salida del armario” de determinados personajes públicos ha propiciado la normalización, y no estigmatización, del colectivo LGTBi, debería tenderse a ofrecer una información más clara, menos sesgada, y huir de ese “lo digo pero no digo nada” tan habitual. No hablo de normalizar el suicidio, algo que es muy complicado, por no decir imposible, hablo de no permitir que los dimes y diretes, las elucubraciones mancillen la memoria de las personas. Como tampoco puede entender a quienes tienden a relacionar suicidio con eutanasia, ya que hablamos de conceptos muy diferentes, que representan realidades que jamás podrán ser comparadas. Soy de esos que piensan que todo se puede contar, todo se puede hablar, siempre que se escojan las palabras adecuadas.En ocasiones, guardamos rencor al suicida, lo tachamos de cobarde, incluso de traidor, con nosotros mismos, con las personas que lo quisieron. Cómo me has podido hacer esto, le reprochamos. No queremos descender a las profundidades y nos olvidamos de todos esos avisos que, con frecuencia, nos lanzaron previamente. Junto al concepto de loco hay otro que seguimos utilizando para englobar a casi todos: raro. Los raros. Siempre fue muy raro, decimos, y con eso ya lo explicamos todo, de principio a fin, porque los raros, al igual que los locos, son capaces de hacer cualquier cosa, hasta de poner fin a su propia vida. Tal vez muchos suicidas lo acabaron siendo porque no encontraron un centímetro de comodidad en este mundo, porque siempre se sintieron raros y extraños. Puede que nunca llegaran a decir todo eso que sentían, porque los hubiéramos llamado locos, y ellos se habrían sentido diferentes, al margen, lejos. La tarea sigue siendo la misma, construir una casa en la que todos quepamos y en la que además nos sintamos cómodos. Sin cuartos oscuros ni puertas traseras.