Obsérvese
que en los países de gran presencia islámica los imanes o los ayatolás se
inmiscuyen crecientemente en la vida del pueblo para imponerle la sharia, la
ley religiosa, lo que provoca periódicas protestas de minorías ilustradas o de
otras creencias que terminan aplastadas, como ocurrió hace poco en Turquía, y
ahora en Egipto.
La ola progresiva
de fanatismo que recorre el mundo musulmán, quizás impulsada por la decepción
que provocaron los dictadores militares, y saber que la calidad de vida
occidental es inalcanzable sin abandonar la fe, hace que las poblaciones más
ignorantes prefieran volver al medioevo.
No hay primaveras árabes. La máalabada, iniciada hace dos años en Egipto, se ha vuelto una semidictadura religiosa, camino de la dictadura total con el presidente “islamista moderado” Mohamed Morsi, democráticamente electo.
Las
minorías que protestan, como denuncia Morsi con razón, van contra la democracia
basada en el islam.
Sustituta
ahora de los dictadores socialistas y laicistas Nasser, Sadat y Mubarak, que
durante 55 años (1956-2011) no consiguieron modernizar la mente colectiva del
pueblo.
Dicen
las encuestas del Pew Research Center que el 74 por ciento de sus 85,6 millones de
habitantes exige que la sharia, incluyendo la pena de muerte para los
apóstatas, sustituya a cualquier legislación racionalista.
Hasta el 29 por ciento defiende el terrorismo yihadista contra los enemigos del islam, que para muchos fanáticos son los diez millones de cristianos coptos descendientes de los que lograron sobrevivir, desde la conquista islámica, sometidos al servil estatuto de dhimmis.
Con 5.000 euros de renta per cápita –un quinto de España--, 28 por ciento de analfabetismo, y cinco rezos diarios crecientemente obligatorios que paralizan el país, Egipto no puede progresar sino suicidarse ritualmente con los Hermanos Musulmanes y su cabeza política, Mohamed Morsi.
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JAMES SKINNER
¿Hacemos un trato?, Have We Got A Deal?, se titula último artículo de James Skinner en la revista Hackwriters.
James recuerda su opinión reiterada de que los dos grandes partidos españoles debían pactar para presentarse ante Europa, y ante los españoles. Algo de ese pacto se dio ya, dice en su análisis, pero a la vez el país va carcomiéndose a sí mismo internamente.
Como cada mes, el artículo de Skinner contiene sabiduría y dolor por el estado de España, que parece repetir, dice, la de los años 1930. Y todos sabemos qué pasó entonces.
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SALAS Clásico