Revista Opinión

Suiza y la difusa línea de lo neutral

Publicado el 25 marzo 2016 por Juan Juan Pérez Ventura @ElOrdenMundial

En el ojo de los huracanes no pasa nada. No hay viento, ni nubes y tampoco lluvia. Sólo calma, a pesar de que en su alrededor se descarga la brutal ira de la naturaleza. Aplicado a Europa, continente sacudido durante los dos últimos siglos por los conflictos más salvajes que el ser humano ha visto jamás, ese centro de quietud bien podría ser Suiza, un país que desde su nacimiento se ha abstraído de lo que ocurría a su alrededor. Sin embargo, esa neutralidad aplicada desde fuera y autoimpuesta desde dentro ha provocado que en el siglo de la globalización, el país de los relojes sea visto como una anomalía al menos en el continente europeo, reticente a abandonar su particular postura y abrazar así las dinámicas europeas.

El triunfo de lo inaudito

Repasando la historia de Suiza, se llega con cierta rapidez a la conclusión de que no es un país al uso, como si fuese contracorriente a la normalidad europea de los siglos XIX y XX. El abandono del fortalecimiento del Estado centralizado y el desinterés más absoluto por el Estado-nación; un país trilingüe, no por la consideración de tres lenguas autóctonas, sino por la oficialización de tres idiomas “extranjeros” y la plena confianza en que sus montañas y valles son, además de aquello que les separa del caótico mundo exterior, los garantes de su seguridad como país.

Esta amalgama de características no es muy acorde a lo habitual en la práctica totalidad de los estados europeos –con la parcial salvedad de los microestados continentales, como Luxemburgo o Liechtenstein–, pero como es lógico tiene un porqué. Desde el siglo XIII, distintos cantones, a menudo organizados en torno a una ciudad-estado central, que poblaban los valles alpinos de la actual Suiza comenzaron a aliarse para facilitar el comercio y también en un esfuerzo de seguridad colectiva.

En aquella agreste “tierra de nadie” de la época, aunque oficialmente bajo el poder del Sacro Imperio Romano, cada vez más cantones se sumaron a la creciente Confederación Suiza. No obstante, sus adquisiciones territoriales eran, desde una perspectiva geográfica, escasas, así como los recursos económicos y humanos de los que disponía el creciente protoestado confederado. En cambio, y sobre todo a partir del siglo XVI, el fortalecimiento de los grandes estados europeos, especialmente Francia, España y Austria, llevó a los suizos, tanto bajo la bandera de la Confederación como insertos en ejércitos extranjeros en forma de compañías de mercenarios, a una serie de derrotas que les disuadieron de seguir expandiendo su proyecto político.

Expansión Suiza
Expansión de la Antigua Confederación Suiza entre los siglos XIII y XVI. Fuente: Wikipedia https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/9/9b/Expansion_suiza.svg

A pesar de estos reveses, a principios de la Edad Moderna el territorio de la Antigua Confederación Suiza tenía un aspecto bastante similar a la Suiza actual, si bien todavía quedarían bastantes años para poder catalogar al país suizo como tal. De hecho, durante esos turbulentos siglos XVI y XVII Suiza todavía tendría que vivir su episodio particular de las guerras de religión que asolaron Europa. Las luchas de poder –y de fe– entre protestantes y católicos encontraron en los valles alpinos otro lugar en los que dirimir qué corriente del cristianismo se imponía. No obstante, como Estado, la Confederación ganó su primera batalla en 1648 con la Paz de Westfalia –momento en el cual se considera nacen los Estados-nación europeos– al ser reconocido de manera independiente respecto al Sacro Imperio Romano. Y es que los cantones suizos, más allá de sus rivalidades y rencillas, se habían mantenido neutrales en la Guerra de los Treinta Años y habían salido relativamente beneficiados del conflicto, algo que no pasó desapercibido para los pobladores alpinos. Aun de forma confederal y rota entre católicos y protestantes, Suiza comenzaba a tomar forma.

En este nuevo orden europeo, los cantones comprendieron, más allá de sus rencillas y disputas particulares, que si querían sobrevivir en esa Europa de gigantescos estados debían reorientar su papel y su política, y no precisamente entrando en el juego de las potencias, sino todo lo contrario: pasando desapercibidos. Pocos años después de Westfalia, en 1663, la Confederación acordó ilegalizar el uso de regimientos suizos para luchar en el extranjero, algo hasta entonces muy habitual dada la enorme fama que tenían las compañías de mercenarios del país. Escasamente una década después, la Dieta –el Ejecutivo de delegados cantonales– promulgaría la neutralidad en la política exterior como línea maestra del rumbo del país, si bien tampoco fue posible implementar la medida de forma escrupulosa al existir todavía intensas luchas de poder entre distintas facciones cantonales de cara a controlar la Confederación e influir en la organización política de esta. No obstante, en líneas generales los grandes estados europeos agradecieron el compromiso helvético, tanto por la situación estratégica del país como por la estabilidad que otorgaba la certeza de saber que estos se mantendrían neutrales ante cualquier conflicto en Europa.

Sin embargo, ni las montañas ni su manifiesta neutralidad posibilitaron que los suizos esquivasen uno de los periodos políticos más tumultuosos que ha vivido el Viejo Continente en los últimos siglos. En las numerosas y cruentas guerras que se libraron en suelo europeo entre la Revolución Francesa y la total derrota de Napoleón, la Antigua Confederación Suiza fue invadida por los franceses en 1798. El fervor republicano galo abolió el Antiguo Régimen cantonal existente e instauró la República Helvética, un estado satélite de París, centralizado y profundamente odiado por los suizos, a quienes las ideas de la revolución les habían trastocado 500 años de organización genuina.

Derrotado Napoleón, en 1815 el Congreso de Viena devolvió a Europa al escenario pre-revolucionario. Suiza, ya entonces con la forma estatal actual, aceptó la imposición de neutralidad de las potencias asumiendo su rol de estado-tapón, e interiormente se regresó a la ya asentada tradición política de neutralidad. Ni mucho menos era entonces Suiza un país estable –de hecho vivió una pequeña guerra civil a mediados de siglo–, pero su neutralidad era conveniente para el interés de las potencias. Para lo que sí sirvió la guerra civil suiza fue para promulgar una constitución liberal en 1848, lo que permitió al país subirse al tren de la modernidad política en forma de república federal.

A partir de aquí se inicia el camino más conocido del país helvético. En ninguna de las guerras que se produjeron a su alrededor tanto a finales del siglo XIX como a principios del XX, Suiza se vio envuelta. En buena medida, cada guerra que la Confederación conseguía esquivar hacía más sólida su posición, además de obtener enormes réditos de tipo económico en esos convulsos momentos para el continente.

El dinero sí tiene patria

Lo que en el siglo XIII pretendían los cantones dejando de guerrear entre ellos era, entre otras cosas, facilitar el comercio y la prosperidad de sus microestados. La idea de que dejando de un lado la guerra la prosperidad es mayor caló también en esa política de neutralidad suiza. A medida que el país se fue asentando durante el siglo XIX en su estatus neutral, se fue conformando más atractivo a los capitales europeos, especialmente británicos, franceses y alemanes. A fin de cuentas, estos países estaban en guerra constante –coloniales o europeas–, aumentando la inestabilidad y por tanto la inseguridad de esos ahorros industriales o financieros. Así pues, qué mejor lugar para guardarlos que aquel país del que se sabía no iba a entrar en ninguna guerra, manteniendo su estabilidad y sus bancos intactos.

Sin embargo, no sería hasta el siglo XX cuando Suiza realmente explotase esa ventaja competitiva. En aquellos años los países vecinos, en un intento por fortalecer fiscalmente al Estado, empezaron a aumentar gravámenes y tasas, algo que los grandes capitales suelen rehuir con rapidez. La Confederación Suiza, no obstante, mantuvo muy bajos o inexistentes ese tipo de impuestos a la riqueza, y los capitales empezaron a fluir hacia el país helvético. Por si este atractivo no fuese suficiente, los bancos suizos, ya desde el siglo XIX, acostumbraban a no facilitar los datos de los clientes registrados, lo que motivaba que, fuesen legales o de dudosa procedencia –en aquellos años robados, provenientes del contrabando o estafados al Estado– los ahorros en Suiza estuviesen más a salvo de los ‘fiscos’ europeos.

No obstante, esta política emprendida no sólo hay que verla desde una perspectiva económica o financiera, sino que para los suizos, a nivel político y geoestratégico, tenía una importancia considerable al aumentar los costes de una agresión o invasión del país. En definitiva, Suiza ganaba en seguridad al alojar buena parte del dinero de las élites europeas. Además, esta tendencia fortaleció la posición suiza en Europa al colocarse como un importante centro financiero, comparable al de otras metrópolis como Londres, París o Berlín.

Pese a todo, los suizos no eran unos recién llegados a la arena de la política europea y conocían perfectamente de qué eran capaces tanto ellos como su vecindario. Así, eran conscientes de que en los tensos inicios del siglo XX su supervivencia como estado dependía de las armas, aunque el dinero que alojaban sus bancos fuese otro aliciente para mantener a los extranjeros fuera del territorio suizo. Por ello entre 1907 y 1911 se amplió el ejército profesional, introduciendo un servicio militar obligatorio que en la práctica militarizaba el país, ya que los conscriptos tenían permitido, una vez terminado el servicio, guardar el arma en su casa. En definitiva, el ejército suizo era, potencialmente, Suiza entera.

El país helvético esquivó la Primera Guerra Mundial manteniéndose de nuevo neutral. No obstante, en el periodo de entreguerras el flujo de capitales hacia los Alpes aumentó con la apreciación del franco suizo y las primeras quejas sobre el secretismo y el “acaparamiento” comenzaron a aflorar en los países vecinos. París y Londres, por ejemplo, empezaron a presionar a Suiza con el pretexto –más que fundado– de que los alemanes utilizaban el país para evadir fondos que tenían que ir destinados a las reparaciones de guerra impuestas al estado germano. Sin embargo, los exhaustos vencedores no estaban en condiciones de exigir nada, y los helvéticos simplemente se limitaron a contestar que la revelación del secreto bancario iba contra sus más profundos valores liberales.

Para ampliar: Cómo Suiza blinda el secreto bancario, BBC Mundo

Para formalizar lo que hasta entonces era un compromiso tácito de las entidades y el estado suizo, en 1934 se aprobó la ley bancaria, que castigaba penalmente la revelación del secreto bancario, y dejando la evasión fiscal únicamente como una sanción administrativa. A menudo se cita este episodio como medida de protección hacia los judíos que huían a Suiza con la llegada del poder de Hitler en Alemania, de cara a que el régimen nazi no pudiese saber quiénes se habían refugiado en el país y tomar así represalias en territorio germano contra sus familiares o círculos cercanos. Aunque parte de la ley tenía en cuenta esta situación, lo cierto es que en líneas generales este cambio legislativo era la evolución lógica del estatus que estaba cobrando Suiza, y qué decir tiene que pocos se iban a oponer a tal medida si se vendía como una protección a esas personas perseguidas por el nazismo. De hecho, la república helvética no tuvo demasiados reparos en colaborar abiertamente con las potencias del Eje. Es completamente cierto que el país para 1940 ya estaba rodeado por Alemania, Italia y la Francia de Vichy –un estado títere de Alemania–, y pocas opciones tenía para no ser invadida –de hecho existió la Operación Tanennbaum para llevarlo a cabo–, por lo que irremediablemente acabó subsumida en la esfera económica alemana.

Sin embargo, esa situación a la que Suiza se vio abocada no impidió que los helvéticos tuviesen gigantescas ganancias durante la guerra y en buena medida sostuviesen el esfuerzo bélico alemán. Además de sustanciosos préstamos a Alemania e Italia, cierta libertad de paso de tropas por el país y envío de equipamiento, Suiza fue el respiradero financiero de italianos y alemanes. Como ni el Reich ni sus aliados italianos podían comprar en los mercados internacionales con sus divisas –por bloqueos o por el escaso valor–, el franco suizo se volvió un balón de oxígeno. Los bancos helvéticos compraron hasta 1,2 billones de oro en francos suizos, proviniendo además buena parte de los lingotes del expolio nazi, tanto de las reservas bancarias de los países invadidos como de las pertenencias personales de los adinerados “indeseables” –judíos y presos políticos, especialmente–.

Como era de esperar, la posguerra no le resultó fácil a Suiza, y los vencedores, especialmente Estados Unidos y su nuevo principio rector ultraliberal, quisieron cobrarle la factura haciendo desaparecer el secreto bancario. Sin embargo, en otra de tantas astutas maniobras diplomáticas y económicas suizas, el país consiguió evitar la enemistad norteamericana dando generosos préstamos a Reino Unido y Francia, además de volver a argumentar ante Washington que el secreto bancario era uno de sus pilares como asentada democracia liberal, un argumento al que, al menos ideológicamente, la potencia norteamericana no tenía respuesta posible.

Con esta tormenta eludida y reiterando de nuevo su compromiso con la neutralidad –esta vez durante la Guerra Fría– se hizo de nuevo la vista gorda con el particular sistema bancario suizo, y en las décadas siguientes el montañoso país se convertiría en un refugio para los caudales –y los tipos– más infames de la época; dictadores de toda condición encontraron en las entidades de Zurich o Ginebra un buen lugar para esconder las ganancias expoliadas en sus estados. El conocido Mobutu, de Zaire; el haitiano Duvalier; el filipino Ferdinand Marcos o el nigeriano Sani Abacha fueron clientes habituales, y qué decir tiene que salvo en el caso nigeriano, y no de manera completa, los países –o los ciudadanos– rapiñados nunca vieron el dinero de vuelta.

¿La neutralidad neutralizada?

En Suiza se podría decir que hay dos tipos de neutrales: los ortodoxos y los heterodoxos, o conservadores y moderados. El primer grupo podría abarcar aquellos que creen y quieren que el país debe mantenerse en un alto grado de neutralidad, fuera de toda organización internacional y ajena a cualquier suceso mundial que implique un mínimo de participación por parte suiza. En el otro extremo –como si estuviesen muy alejados…– estarían aquellos que prefieren mantener al país fuera de estructuras que exijan un compromiso pero ideológicamente sí aceptan insertarse en aquellos aspectos que promuevan valores alineados con la cultura política helvética.

Este pulso llevó a que Suiza abrazara de forma limitada la débil Sociedad de Naciones en los años veinte, para después de la Segunda Guerra Mundial estar durante casi medio siglo ausente de las organizaciones surgidas tras el conflicto. En 1986 la población y los cantones –en Suiza los referendos tienen que ser aprobados por ambos– rechazaron la entrada en la ONU, y seis años más tarde, en 1992, aprobaron entrar en el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, pero no en el Espacio Económico Europeo –una antesala de la Comunidad Económica Europea–, algo que hizo desistir al gobierno de seguir negociando la entrada al proyecto comunitario.

Para ampliar: “La neutralidad como política de Estado: el caso de Suiza”, Grupo de Estudios Internacionales Contemporáneos

Tampoco el siglo XXI trajo demasiadas novedades para la neutralidad federal. En 2001 las tres cuartas partes de los votantes rechazaban una iniciativa popular para retomar las negociaciones de ingreso en la Unión Europea, para un año después aprobar por un escasísimo margen –un 54,6% y 12 a 11 cantonal– la entrada en las Naciones Unidas. Algo que para muchos estados es absolutamente normal, y sobre todo necesario en el caso de países pobres de cara a remarcar su legitimidad, en Suiza se vio como una alteración sin precedentes en la neutralidad del país.

Paradójicamente, el país ha servido durante muchas décadas para alojar gran cantidad de organismos, agencias y entidades internacionales, en esa especie de guiño a los helvéticos de que una OOII debe ser, en cierta medida, neutral. Sin embargo, hasta momentos muy recientes –especialmente a partir de la entrada en la ONU– los helvéticos no tenían voz ni voto en dichas organizaciones, siendo meros “arrendatarios” territoriales.

No obstante, más allá de las curiosidades o del simple amor suizo a la neutralidad, el peculiar modelo helvético cada vez está más arrinconado. En un intento por sortear los referendos, que se presuponen inquebrantables, cada vez más países, especialmente desarrollados, están más molestos con el secretismo bancario suizo y presionan las capacidades del gobierno. Qué decir tiene que la última gran crisis económica vivida a nivel global ha supuesto una emigración de capitales hacia los Alpes buscando evadir el rigor fiscal de los estados y la seguridad que no tenían en los demás países del Norte, asediados por las quiebras bancarias y los rescates financieros. Por ello, existe un hartazgo considerable, especialmente en Europa, al ver a Suiza como una “competencia desleal” en su condición de opaco paraíso fiscal. Como estado soberano puede ser perfectamente libre de tener los impuestos que consideren oportunos, pero las negativas a colaborar contra la evasión fiscal en Europa molestan sobremanera al resto de países.

En un reciente escándalo conocido como “Swissleaks”, miles de cuentas bancarias se filtraron, evidenciando a Suiza como un refugio fiscal. Fuente: Martin Grandjean http://www.martingrandjean.ch/wp-content/uploads/2015/02/Swissleaks-tax-havens.jpg
En un reciente escándalo conocido como “Swissleaks”, miles de cuentas bancarias se filtraron, evidenciando a Suiza como un refugio fiscal. Fuente: Martin Grandjean http://www.martingrandjean.ch/wp-content/uploads/2015/02/Swissleaks-tax-havens.jpg

Por ello, Suiza ha acabado accediendo a compartir información ante los requerimientos de la Unión Europea, un primer paso que, si bien fortalecería la situación fiscal de los países comunitarios, debilitará notablemente la “ventaja competitiva” helvética, pudiendo provocar que capitales de nacionalidad comunitaria salgan del país, regresando a su estado natal o buscando otros lugares donde evadir sus obligaciones tributarias.

Esta cuestión no es en absoluto menor. Suiza ha conseguido mantener un modelo económico, social y político en buena medida gracias a la ingente afluencia de capitales en fuga. En el siglo de la globalización, la pretendida neutralidad suiza no es sino una “semiautarquía” económica y política, contracorriente a las dinámicas globales. Si el paraíso fiscal empezase a caer en desgracia, su modelo económico debería ser reorientado, y con él la neutralidad del país, ya que una de las salidas más lógicas a este problema sería, aunque mínimamente, cierto grado de integración en la Unión Europea. Quizá los suizos no quieran ver que su neutralidad nunca existió; el dinero no es neutral y la globalización ha imposibilitado cualquier proyecto aislacionista. Las montañas suizas ya no son un refugio. Son, simplemente, Europa.


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