Editorial Anagrama. 281 páginas. 1ª edición de
2015.
Traducción de Joan Riambau
En los últimos meses he comentado dos libros más de Michel
Houellebecq (Saint-Pierre, isla de La Reunión, departamento de Ultramar de Francia, 1958).
Ya conté aquí que después de muchos años me reencontré con el autor al leer El
mapa y el territorio (el paréntesis de Lanzarote,
esa obra menor, no tiene la mayor relevancia). Cuando en enero de este año tuvo
lugar en París el atentado contra la sede de Charlie Hebdo, la última portada
de la revista satírica era una caricatura de Houellebecq, vestido de mago
Merlín, prediciendo el futuro de Francia en su última novela, que era
–extrañamente- el de que un partido musulmán llegue al poder en las elecciones
de 2022.
Desde ese momento empecé a sentir curiosidad por esa novela, curiosidad
que, en cierto modo, me condujo a leer primero El mapa y el territorio.
Sin embargo, no mucho después de la publicación en Francia de Sumisión leí
en algún muro de Facebook alguna crítica no demasiado favorable del libro de
personas que lo habían leído en francés, para recibir no mucho después algunos
comentarios más favorables. Mi curiosidad se acrecentó y no he podido
resistirme a comprarlo en cuanto salió como novedad en La Casa del Libro de
Goya.
He tardado cuatro días en acabarlo, lo cierto es que ha sido una lectura
bastante adictiva.
François, el narrador de la novela, es un profesor
universitario de cuarenta y cuatro años. Dedicó gran parte de su juventud
(siete años) a preparar su monumental tesis universitaria sobre Joris-Karl
Huysmans, un escritor del siglo XIX, de gran pesimismo (apunta la wikipedia),
que empezó como naturalista para –a la misma edad de François- convertirse al
catolicismo y acabar su vida en un convento.
Como ya estamos acostumbrados por sus otras novelas,
el narrador de Sumisión es el clásico personaje de
Houellebecq, un hombre de mediana edad que acaba siendo un trasunto más de su
autor. Una de sus amantes, acusándole de machista, pregunta a François: “Estás
a favor del patriarcado, ¿verdad?”, y él contesta: “Sabes que no estoy « a
favor de nada»”. François es un nihilista, un hombre frío, que acude a la
universidad de la Sorbona a dar una contadas clases de literatura (puede llegar
a agruparlas todas en un único día a la semana), por un salario alto, que
mantiene relaciones corteses con algunos de sus colegas académicos y que es
infeliz, como si la infelicidad fuese el estado natural del alma. Es hijo único
y hace años que no ve a sus padres divorciados, las referencias a su familia
aparecerán en el libro muy cerca ya del final. François ha mantenido relaciones
con mujeres de su edad durante la juventud, relaciones no excesivamente
duraderas, porque normalmente ellas conocían a “alguien especial”, que parece
ser un eufemismo de alguien con capacidad para involucrarse en una relación.
Desde hace años, François mantiene relaciones sexuales con sus alumnas
universitarias, a la razón de una al año. Cuando finaliza el curso suele cortar
él la relación. Durante el último curso universitario estuvo saliendo con la
joven judia Myriam y ya avanzado el presente curso, durante el tiempo narrativo
de la novela, no parece encontrarle sustituto. François tiene, ya lo apunté,
cuarenta y cuatro años y Myriam veintidós.
Como ocurre en otras novelas de Houellebecq, Myriam es
la joven deseable, activa, alegre, con iniciativa que se interesa por el hombre
mayor, apático e intelectual. El equivalente de Myriam en Las
partículas elementales sería la rusa Olga, personajes que parecen
actuar como proyección del inconsciente de Houellebecq.
François, como buen personaje de Houellebecq, no cree
en la familia ni en una relación de pareja estable: el amor de pareja le parece
algo propio de la decadencia física, la relación íntima con la mujer parte del
deseo, y este deseo siempre está enfocado sobre el cuerpo joven, vigoroso. En
este sentido, leemos de forma explícita en la página 36: “El amor en el hombre
no es más que agradecimiento por el placer que se le ha dado.” Sin embargo,
François nunca parece minusvalorar a la mujer desde un punto de vista
intelectual; habla con colegas de la universidad masculinos o femeninos,
incluso parece sentir más simpatía por alguna compañera, por la que no siente
ninguna atracción sexual, que por sus colegas masculinos. Pero, en cualquier
caso, no parece disfrutar mucho de la compañía de otros seres humanos. Myriam
es la mujer que más placer le ha dado nunca, y por tanto hacia la que ha
sentido más amor. Pero, aunque Myriam vaya a irse de su lado, no será capaz de
intentar convivir con ella, porque sabe que eso matará el interés por el sexo y
por tanto el amor, y ya no podrá disfrutar de su soledad.
Esta visión de la mujer o de la sexualidad de
François, que puede estar cerca del machismo, es importante en la trama: cuando
tenga que analizar los preceptos del islam que la Hermandad Musulmana pretende
imponer en Francia (entre otras cosas la poligamia, que implica bodas de
hombres poderosos con hasta cuatro jóvenes), su propia constitución mental hará
que no sienta el nuevo orden tan lejano de sus deseos internos.
La novela comienza con algunas reflexiones sobre la
literatura y los estudios literarios que me han interesado mucho. De hecho, ni
siquiera sabía quién era Huysmans, el autor a quién François debe su
reconocimiento académico. En este sentido me gusta esta reflexión de la página
13: “Sólo la literatura puede proporcionar esa sensación de contacto con otra
mente humana, con la integridad de esa mente, con sus debilidades y sus
grandezas, sus limitaciones, sus miserias, sus obsesiones, sus creencias: con
todo cuanto la emociona, interesa, excita o repugna.” François habla de
Huysmans, pero el lector siente que Houellebecq también está hablando de sí
mismo. La sensación de estar acercándonos siempre a la persona que escribe es
muy fuerte en Houellebecq y sus obsesiones van saltando de un libro a otro; en
cualquier de sus obras siempre estamos ante Houellebecq, apenas disimulado por
un narrador u otro (un pintor, un profesor de universidad…), pero las
obsesiones de Houellebecq son tan hondas que siempre consigue renovar, desde distintos
enfoques, su análisis de su entorno: la sociedad europea es decadente (a las
personas no les interesan las familias, sólo el placer. En la sociedad moderna
los padres ya no tienen nada que transmite a sus hijos, una idea que aparece en Sumisión y
que también recuerdo de Las partículas elementales); y en esta
novela la sociedad europea se contrapone a la musulmana, en plena expansión (el
análisis entre las dos culturas es muy nietzschano).
“Me sentía tan politizado como una toalla de baño”,
afirma François en la página 38, aunque sabe que muchos hombres adultos se
interesan por ella (además de por el deporte y la guerra), y como profesor
universitario de salario alto no ha llegado a creer nunca que los cambios
políticos puedan afectarle. Pero, tal vez, en las próximas elecciones de 2022
la situación cambie: el Frente Nacional de Marine Le Pen ha obtenido más o
menos el 50% de los votos en la primera vuelta, el resto se reparte a partes
iguales entre los socialistas y el partido de la Hermandad Musulmana del
carismático Mohammed Ben Abbes. Un pacto entre la Hermandad Musulmana y el
Partido Socialista podría hacer que el musulmán moderado Ben Abbes se convierta
en presidente de la República. Y uno de los objetivos políticos más importantes
de la Hermandad Musulmana es la educación (por encima de la economía, por
ejemplo).
François va a descubrir que la política no es algo tan
ajeno a su vida: si la Hermandad Musulmana llegara al poder tal vez se produzca
una guerra civil en Francia entre los musulmanes y los identitarios
nacionalistas. En esta parte la novela va ganando en emoción (no le recomiendo
al lector que lea la sinopsis del libro de Anagrama, ni muchas de las reseñas
que se están escribiendo sobre este libro, porque aclaran bastante cómo es la evolución
de la segunda parte de la novela), sobre todo cuando François, ante el miedo
que siente por un estallido de la violencia, decide dejar París y adentrarse en
el campo, al corazón de la Francia católica medieval, donde también huyo su
admirado Huysmans.
Se ha acusado más de una vez a Houellebecq de
provocador y de islamofóbico. Sin ir más lejos en la novela corta Lanzarote podíamos
leer: “Los países árabes podían valer la pena, si uno conseguía que se
desentendieran de su ridícula religión.” Ningún comentario de este estilo
aparece en Sumisión: no hay aquí ninguna palabra de desprecio hacia
el islam o hacia Mohammed Ben Abbes, al que siempre se presenta como un
líder inteligente, moderado, capaz. Desde la frialdad de su nihilismo (“Ni
siquiera me apetecía follar, en fin, sí me apetecía un poco follar, pero a la
vez también me apetecía un poco morir, ya no sabía muy bien qué me apetecía, en
resumidas cuentas, empezaba a sentir unas leves náuseas.”, pág. 40), François
observa los cambios que se producen a su alrededor con más interés que
sumisión, con más curiosidad que miedo.
Es probable (y por aquí iban las primeras críticas que
leí en Facebook de los lectores que la leyeron en francés) que la primera mitad
de la novela, cuando nos acercamos más al personaje (o al pensamiento de
Houellebecq) sea más intensa que la segunda, donde François se diluye un tanto
como ente individual para ser el vehículo que describe los cambios a los que
conduce la fábula de política ficción que plantea aquí Houellebecq; una novela
que más que ser una crítica al islam, platea una sutil reflexión sobre la
decadencia o el auge de las civilizaciones.
Al igual que ocurría con El mapa y el
territorio, Sumisión está plagada de punzantes reflexiones
sociológicas; y un tono crepuscular y poético impregna cada vez más la prosa de
madurez de Houellebecq.
No me ha importado demasiado el posible bajón de
tensión narrativa de la segunda mitad, porque, aunque el personaje se diluye un
tanto a favor del contexto, las reflexiones sobre la sociedad que expone aquí
Houellebecq me han parecido tan interesantes que he leído todas las páginas con
un gran placer.
A mí Sumisión me parece un gran
libro.