Revista Cultura y Ocio
La vida de un enterrador en un camping es extraña. Es agosto y el verano agoniza. Todavía queda luz. Los días amanecen temprano y la noche no siente prisa por volver al trabajo. El tiempo pasa y el aire se vuelve tórrido, una especie de gas viscoso que posa su pringue sobre todo. Todo se ralentiza. El reloj. El desayuno. Las ideas naufragan en un caldo vegetal de neuronas. Apenas sopla brisa y la bruma matinal empalidece el azul del cielo. Los periódicos no tienen demasiado que decir. Manipulan. Tergiversan. Mienten. Cumplen con su labor aunque a estas alturas la gente los utilice sólo para espantar a las moscas o empaquetar bocadillos. La silla plegable es una atalaya bajo el toldo. Mi refugio. Mi ventana hacia el cementerio del mundo. Desde aquí miro el marchitar de las hojas de los árboles, aburridas por el resoplar desmayado del viento. La gente desfila hacia la playa mientras el día despierta en cada sorbo de café. Toallas, tumbonas, sombrillas, neveras... Es la procesión del sol. De los imbéciles que sienten el mundo a través del tacto de una pantalla. La gente es triste, pienso mientras observo a una joven retratarse junto al cuarto de los retretes con su teléfono. Sola. Conectada al mundo con la huella de un dedo. Digiriendo videos mientras las olas hinca sus uñas en la orilla y la espuma crepita sobre la arena. Entretanto, me levanto de la silla y me visto. La misma camiseta de ayer. Los mismos pantalones. Descabezo una cerveza y me siento. Los pájaros murmullan su histerismo agavillados en las ramas de los plátanos. Soy el tipo más elegante de todo el campamento.
Texto: Rafael López Vilas