Revista Opinión

Súper 8

Publicado el 20 agosto 2011 por Linkk @linkk_81
Aquellos que crecimos en los 80, aprendimos a amar al cine ejerciendo de artesanos, soñando con formar parte de aventuras imposibles, rebobinando una y otra vez nuestras gastadas cintas de VHS, ejecutando grabaciones de la televisión con precisión milimétrica, y elaborando carátulas para dar lustre a nuestros primeros tesoros cinematográficos. Así, obras como Los Goonies, ET, Dentro del Laberinto o las inolvidables andanzas de Indiana Jones o Marty McFly llenaban nuestras estanterías, esperando a ser devoradas por enésima vez en una lluviosa tarde de otoño. Era una época distinta a la actual, en la que el deslumbrante blanco impoluto de la tecnología aún no existía, pero en la que los niños vestían sus infancias de cómics, mecanos, chándals parcheados, rasguños labrados en los parques, y chucherías de duro y peseta. ¿No es cierto que, cerca de los 30, uno espera, con impaciencia mal disimulada, que llegue algo o alguien capaz de evocar, aunque sea en un breve espacio de tiempo, aquellos años, aquellas tardes, aquellos momentos? Rara vez ocurre, pero ese es el principal reto de la obra que nos ocupa.
Súper 8, de JJAbrams, ejerce indisimuladamente de máquina del tiempo, tratando de recuperar una esencia perdida, una forma de hacer cine -incluso de vivir, si me apuran-, recuperando aquella mezcla de ingenuidad y espectáculo que hizo de Spìelberg el padre adoptivo de muchos cinéfilos. Abrams, al que la serie Lost concedió un aura casi inalcanzable para un director de series, se había "conformado" hasta el momento con hacerse cargo de una entrega de Misión Imposible, y de recuperar -con brillantez- la saga Star Trek para la causa. Suficiente para despertar interés, pero insuficiente para medirle. Súper 8 es su primera obra enteramente personal. Uno lee, y lo prioritario parece ser examinar su condición de heredero de Spielberg. Escaso reconocimiento para un talento que, premeditación aparte, ha demostrado sobradamente que tiene cabida en la primera línea del cine contemporáneo.
A medio camino entre el calculadísimo homenaje a Spielberg -la relación paterno-filial, las huídas en bicicleta, el contacto visual entre el niño y el monstruo-, y su concepción de cine espectáculo de envergadura -la explosión del tren arranca la respiración de cualquiera-, Súper 8 debería reclamar para sí un mérito casi inalcanzable: la conquista de una parcela del cerebro dormida, el regreso del sabor del regaliz y la nocilla, la evocación de una nostalgia tan real como mágica. Cierto es que ayuda una producción firme e inapelable, una estética pluscuamperfecta, un MacGuffin de manual, y la maravillosa interpretación de los seis niños protagonistas. Pero no es menos cierto que Súper 8 no sería especial si no dejara esa dulzura en el paladar, esa nostalgia mal tapada en nuestros días por el vacío dominio de la tecnología, y ese sueño dormido -o despierto-, que habita en muchos de nosotros, y que nos hace pensar en aquellos días en los que la vida era una enorme carretera de la que sólo conocíamos el principio, y cualquier día una oportunidad para vivir una maravillosa aventura. Eso es Súper 8, a fin de cuentas: Nostalgia grabada en 8 milímetros.

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