Revista Cine
J. J. Abrams tenía 9 años cuando se estrenó Tiburón (1975), 11 cuando se exhibió Encuentros Cercanos del Tercer Tipo (1977) y 16 cuando E.T., el Extraterrestre (1982) se presentó en las salas de todo el mundo. Si uno fue un niño/adolescente cinéfilo en ese tiempo, es imposible olvidar los momentos en los que uno vio esas irrepetibles obras maestras dirigidas por Steven Spielberg. Lo escribo con conocimiento de causa, porque esa misma edad que tenía el director deStarTrek (Abrams, 2008) la tenía yo y aún recuerdo el miedo que me provocó el enorme escualo blanco, el sentimiento de maravilla al ver la nave nodriza al final de Encuentros Cercanos…, los gritos de genuina emoción cuando la bicicleta cobraba altura en cierta escena clave de E.T. Así que creo que Súper 8 (Super 8, EU, 2011), tercer largometraje de J. J. Abrams, no sólo es el evidente homenaje al inalcanzable maestro por parte de uno de sus más entusiastas fans, sino una apasionada declaración de amor cinéfilo a esa infancia/adolescencia vivida a fines de los 70, inicios de los 80… Ah, qué tiempos aquéllos, señor Don Simón. Estamos en el verano de 1979, en Lillian, Ohio, el estado en el que nació el propio Spielberg –de hecho, el pueblito macuarro bien podría haberse llamado Spielbergland. Media docena de preadolescentes filman con la Súper 8 del título “El Caso”, una mini-película amateur de zombis con más de un guiño al clásico La Noche de los Muertos Vivientes (Romero, 1968). Así pues, en cierta noche, mientras los seis escuincles filman una escena en la estación de ferrocarril bajo las órdenes del gordito aprendiz de cineasta Charles (Riley Griffiths, con apostura de un mini-Hitchcock en potencia), un tren se descarrila espectacularmente a sus espaldas. Cuando el polvo se ha asentado, Lillian es patrullado por más militares de los que hay en cualquier ciudad mexicana, las mascotas huyen del pueblo despavoridas presintiendo peligro y una enorme presencia -invisible para nosotros- ataca por las noches a quien se encuentre descuidado. Supongo que a estas alturas del juego, el lector ya sabrá o supondrá qué es lo que anda suelto en Súper 8, pero de todas formas me abstendré de mencionarlo, por si alguien quiere recibir la muy relativa sorpresa que, por lo demás, no es lo más interesante de la película. Lo que funciona mejor, de hecho, son los elementos spielbergianos clásicos, tan reproducidos en infinidades de filmes producidos/inspirados por el director de El Color Púrpura (1985). Así pues, en Súper 8, todas las familias que vemos son disfuncionales -como la del héroe Joe (Joel Courney), con mamá muerta y papá policía clavado en la chamba; como la de la heroína Alice (perfecta Elle Fanning), con mamá ausente y papá alcohólico-, o son caóticas –la del gordito protocineasta Charles- o de plano omisas, pues parece que el simpático piromaniaco Cary (Ryan Lee) no tiene gobierno. Por lo mismo, como los niños protagonistas no tienen mucho apoyo en sus propias casas, además de enfrentarse a esa cosa que anda suelta, tendrán que aprender a madurar por sí solos. Abrams ha aprendido bien las lecciones de su maestro –y aquí, productor- Spielberg: suspenso visualmente bien logrado, figura misteriosa revelada hasta el final, sentimentalismo dosificado en pequeñas cantidades, escenas de horror/acción bien ejecutadas, humor adolescente que alivia la tensión… Por supuesto, usted dirá que esto ya lo ha visto antes y mejor en el propio cine de Spielberg. Y dirá bien. Sin embargo, no creo que debemos regatearle sus virtudes a este bien calculado ejercicio de nostalgia setentera/ochentera. En todo caso, no me da la gana entrarle al regateo. No esta vez, por lo menos.