La ciudad es un coche, un coche tan grande que ni siquiera sus habitantes tienen idea de sus dimensiones; sus conductos, sus series de engranajes, sus cinturones, sus bielas se pierden a la derecha y a la izquierda, arriba y abajo, delante y detrás de cualquier punto que se le mire, en el crepúsculo borroso, gris y neblinoso que llena la cueva que ocupa y de la que nadie ha sido capaz de ver las paredes.
En la parte superior, un enorme sistema de lentes concentra un haz de luz solar en un punto de la máquina y es éste el que transforma lo que de otro modo sería una oscuridad perenne en un crepúsculo gris.
Los habitantes viven en el coche, arrastrados implacablemente por cintas transportadoras a las norias, por toboganes y conductos neumáticos desde el punto de nacimiento hasta el punto de muerte. La máquina lo provee todo; a lo largo de los innumerables caminos que se entrecruzan, se unen y se dividen según los programas incomprensibles de la máquina, los habitantes encuentran comida y miedo, sueño y alegría, sexo y esperanza, muerte y enojo, a veces incluso rebelión, pero los habitantes saben bien que saliendo de los caminos obligatorios establecidos por la máquina terminas aplastado por los engranajes.
La máquina es autosuficiente, toma del exterior sólo los rayos del sol, el aire y el agua rica en sales minerales del subsuelo, abastece las necesidades de sus habitantes procesando y sintetizando las sustancias que fueron puestas al principio en su interior; es decir, recrea en su interior el ciclo de vida desde los cultivos vegetales hasta la cría de animales; en efecto, la perfección del mecanismo hace que la energía y los incrementos materiales traídos por la luz, el agua y el aire se transformen en excedentes; cada residuo, todo lo que muere, es transformado, y la parte de él que no sirve al ciclo de vida La máquina produce fertilizante.
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