Revista Gente
En primera instancia, el joven apuntaba para cumplir con el sueño de su papá Alfonso y su mamá María Sorrentino, aquellos inmigrantes que, como muchos, habían llegado a Buenos Aires en busca de progreso, no sólo económico sino también social. Y todo pintaba para que su hijo Alfredo, que había nacido en Brasil cuando vivían allí, les diera el gusto: primero buen alumno en la escuela primaria; después, bachiller en los cinco años de escuela secundaria; y luego, excelente estudiante en la Facultad de Medicina.
Pero aquella historia terminó cuando ya cursaba cuarto año en la Universidad. Porque ese muchacho, que podía haber sido un buen médico entre miles, ya estaba en otro camino: había optado por la bohemia de la poesía y las letras que iban a convertirlo en figura destacada en el Olimpo popular de una música, Patrimonio de la Humanidad, que el mundo conoce como tango.
Alfredo Le Pera, que de él se trata, nació en Cidade Jardim, San Pablo, en junio de 1900. Los investigadores no coinciden en el día: hablan del 4, 6 o 7 de ese mes. Lo cierto es que un par de meses más tarde ya estaba con su familia en San Cristóbal, un barrio de la Ciudad, chico en tamaño pero grande en historia. Y fue en el Colegio Nacional Bernardino Rivadavia, donde conoció a Vicente Martínez Cuitiño, un dramaturgo y crítico teatral a quien el joven tuvo como profesor. Aquello iba ser clave para que el muchacho se convirtiera en periodista y autor teatral, una carrera que comenzó en 1920. Sus críticas periodísticas (trabajó en los diarios El Plata, El Mundo, Ultima Hora y El Telégrafo, entre otros) le permitieron entrar en ese mundo artístico, donde realidad y ficción se cruzan.
Justamente, en el Sarmiento (un teatro de revistas) se enamoró de Aída Martínez, una bailarina a la que la vida nocturna le pasó una factura muy cara. Ya enferma, Le Pera la acompañó hasta su muerte en Suiza, adonde había sido operada. Esos seis meses de agonía después estuvieron en Sus ojos se cerraron, la poesía bella y simple (como todas las que compuso y que muchos injustamente le criticaron) que Carlos Gardel (su alter ego desde 1932) interpretó como nadie. Cuentan que cuando Gardel grabó en Nueva York la escena de la película El día que me quieras, en la que canta esa canción, hasta los técnicos y los obreros, que no entendían el castellano, estallaron al final en una emocionada ovación.
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EDUARDO PARISE
“El otro yo de Carlos Gardel”
(clarín, 10.10.11)