Todavía puedo ir al campo. El contacto con la naturaleza me hace bien, me despeja la cabeza y me ayuda a sentirme vivo. Lo malo es que me hace poseedor de una comprensión mucho más global de lo que pasa en el mundo, como si, durante unos segundos, fuese capaz de entenderlo todo, lo humano y lo divino, lo astral y lo terrenal. Debe ser por el estado de paz en que coloca nuestros sentidos y por la magia tan especial que tiene ese silencio tan profundo que se produce en el campo. Con el mar sucede lo mismo pero al mar no creo que pueda ir porque me han dicho que me puedo bañar pero muy poco tiempo y con mucho cuidado, así que supongo que tendré que ir haciéndome a la idea de que nunca más disfrutaré del mar. Me da mucha pena, sobre todo porque no recuerdo cuándo fue la última vez que estuve.
Esa comprensión global del mundo que nos regala la naturaleza tiene que ver, me parece a mí, con el hecho de que nos conecta con nosotros mismos. Nos sensibiliza de arriba a abajo y nos hace conscientes de nuestra ínfima existencia en un mundo gigantesco. Claro que luego ya es nuestra imaginación la que se encarga del resto y se ocupa de poner nombres y apellidos a las cosas que sentimos pero, básicamente, no es más que eso: nos damos cuenta de lo pequeños que somos.
Naturalmente siendo tan pequeños todo se relativiza, por eso los problemas nos importan menos o, mejor dicho, parecen menos importantes de lo que son en realidad. En general tendemos a magnificar lo que nos pasa por esa tendencia absurda de situarnos en el centro del universo pero la verdad es que casi todo lo que nos agobia podría ser cambiado con un poco de voluntad, algo de trabajo y una pizca de suerte. Luego están los problemas realmente graves con los que poco se puede hacer. Como mucho terminar de aceptarlos y elegir con cuidado cuales son nuestros verdaderos enemigos para luchar empleando la fuerza precisa en el lugar correcto.
Hace unos días, caminando con mi chica por el campo de olivos, me invadió una extraña paz y le dije que era feliz. Ante su extrañeza inicial le hice ver que vivíamos juntos, sin necesidad de trabajar, con mucho tiempo para convivir, conocernos a la perfección y gozarnos mutuamente, con mucho tiempo, además, para desarrollar nuestras aficiones y disfrutar de la música o del silencio, comiendo cosas ricas todos los días y sin más preocupaciones que la salud. Visto así no está tan mal. Fueron los olivos, la naturaleza misma, la encargada de hacerme llegar un sentimiento tan positivo. En aquel momento me sentí relajado y pleno, tranquilo y en paz.
Incluso, por unos instantes, me olvidé de que tenía cáncer. Claro que no fue más que una ilusión momentánea, una visión parcial del mundo producto de la euforia del momento, pero ambos sentimos esa euforia y pudimos comprobar que había mucha verdad en ella.
La verdad que te susurra la naturaleza siempre que la sepas escuchar y estés dispuesto a ello.