Ruido. Mucho ruido. Vivimos en un mundo lleno de ruido: el tráfico y esa tensión diaria que genera en nosotros; la música cada vez más frenética, repetitiva y estresante; los nervios que afloran en voces o malos modales en el entorno laboral; los espectáculos públicos a los que aficionadamente acudimos para soltar adrenalina; las inevitables reclamaciones colectivas que han de hacerse notar subiendo los decibelios; las motivantes pero agotadoras clases tuteladas en el gimnasio…
Si nos paramos un segundo a pensarlo casi cualquier cosa que hacemos diariamente está rodeada de muchísimo ruido, pero por el contrario, nosotros para nuestros asuntos más íntimos somos seres silenciosos. Amamos en silencio. Añoramos en silencio. Pensamos en silencio. Sufrimos en silencio y sentimos en silencio.
Necesitamos interiormente el silencio para existir, pero vivimos aturdidos por el ruido que nos rodea. Es una paradoja más de este ser humano que estamos intentando evolucionar a base de errores, parches y golpes.
Hoy en día los triunfadores –valgan mucho o valgan poco- aparentan ser personas de gran presencia mediática: lo venden todo, lo cuentan todo, lo abarcan todo y lo manipulan todo haciendo mucho ruido para que nos demos por enterados de sus logros. Tal es así que incluso, a veces, les resulta más importante aparentar los triunfos que conseguirlos realmente, porque al final lo que queda es el ruido de parecer que las victorias se han llegado a lograr.
¿Dónde ha quedado la piel? ¿Quién valora ya el silencio? ¿Qué fue de esos abrazos largos en los que no hace falta decir nada para sentirse comprendido o acompañado? ¿En qué momento del día –que no sea durmiendo- tenemos la posibilidad de detener las frenéticas manillas del reloj para escuchar nuestros pensamientos? ¿Dónde están esas mudas miradas cargadas de sentimiento que dejan transparentar el alma?
Me da igual no ser un referente de lo que se lleva ahora. A mí desde pequeño me enseñaron a respetar y a valorar el silencio, y ahora que he alcanzado una madurez en la que me siento bastante a gusto conmigo mismo no voy a renunciar a él.
Soy de los que aprendieron a callarse cuando no había nada verdaderamente importante que decir. Soy de los que aprendieron a tragarse las penas sin tener que airearlas a los cuatro vientos. Soy de los que aprendieron a creer aceptando silenciosamente el desprecio o la incomprensión de los demás. Soy de los que aprendieron a disfrutar muchísimo sin tener que contarlo. Soy de los que aprendieron a soñar mirando juguetes en los escaparates que nunca llegué a tener. Soy de los que aprendieron a decepcionarse con discreción, sin tener que vengar con humillaciones públicas a quien se había equivocado conmigo. Soy de los que aprendieron a imaginar lejanos viajes sentado frente a un rompeolas mirando el mar en soledad. Soy de los que aprendieron a querer equivocándose de personas una y otra vez sin perder el ánimo ni la sonrisa. Y aún sigo aprendiendo…
Soy un cúmulo de errores y de aciertos que ha aprendido a valorar e integrar la discreción, la intimidad y los silencios como partes esenciales de sí mismo, pues sin ellos no sería la persona que hay detrás de estas letras. No renuncio a mis ambiciones personales, pero tampoco necesito grandes triunfos ni demasiado ruido a mi alrededor para sentirme bien o admitido por la sociedad, y me importa un verdadero pimiento si me comprenden más o menos. No vivo pendiente de la aceptación ajena: también eso lo aprendí en silencio.
Allá cada cual con sus cosas y su manera de complicarse la existencia. Yo, ante tanto ruido público impuesto e innecesario, prefiero mil veces más la quietud de los detalles íntimos: que me besen con ternura inesperadamente, que me piropeen desde la cercanía del corazón, que me cojan de la mano sin yo pedirlo, que me miren con pasión sin necesidad de publicarlo, que me quieran con la sensibilidad de mis silencios, y que me atraigan con el buen gusto y la inteligencia emocional del respeto hacia lo que pienso.
Esas cosas sí que me hacen sentir un triunfador. Esas cosas, lejos de tanto ruido como el que nos acompaña cada jornada, son para mí susurros reales de que aún se puede ser diferente a la ruidosa masa: de que aún hay cierta esperanza en el ser humano.
Susurrémonos más y gritémonos un poco menos…
Visita el perfil de @DonCorleoneLaws