La escritora y periodista bielorrusa Svetlana Alexiévich, de 67 años, es la ganadora del Premio Nobel de Literatura 2015. Alexiévich es una autora casi desconocida fuera de Europa, con un único libro, por el momento, publicado en España (Voces de Chernóbil), pero es también una de las favoritas desde hace años. Su trabajo es toda una crónica descarnada y demoledora de la antigua Unión Soviética y de las secuelas que dejó en sus habitantes. Ella misma define su estilo literario como “novelas de voces” donde el narrador es el hombre corriente, aquel que no tiene voz, el mismo que se ha llevado su propia historia a la tumba, desde la Revolución hasta Chernóbil y la caída del imperio soviético.
Svetlana Alexiévich nació en 1948 en Stanislav, territorio que hoy pertenece a Ucrania, pero siempre se ha considerado bielorrusa dada la nacionalidad de su padre, un militar soviético que, tras abandonar el ejército se trasladó con su familia a Minsk, capital de Bielorrusia, donde Alexiévich estudió periodismo y trabajó en varios medios de comunicación. En 1976 inició su carrera como corresponsal para la revista literaria Neman y allí, experimentando con distintos géneros como el reportaje tradicional, el ensayo y el cuento breve, desarrolló poco a poco el método impresionante – impetuoso y desgarrador y al mismo tiempo extrañamente sereno – que pone en práctica en sus libros: la compilación de cientos y cientos de voces de “gente normal”, de testimonios cotidianos que, según la autora, le permiten acercarse del mejor modo a la vida real. O más exactamente: a la miseria, al dolor y también a la grandeza oculta de la vida real, un descenso al infierno.
A veces me pregunto por qué continúo descendiendo a los infiernos. Creo que lo hago para encontrarme con el ser humano.
Se dio a conocer con «La guerra no tiene rostro de mujer», (U wojny ne zenskoje lizo) publicado en 1985 (en noviembre aparecerá por primera vez en español, de la mano de Debate), sobre las mujeres que combatieron en las filas soviéticas durante la Segunda Guerra Mundial. Alexievitch invirtió cuatro años en escribir este libro que estuvo prohibido durante cinco años hasta que las reformas de Gorbachov permitieron su publicación. Para ello visitó más de cien pueblos y ciudades, para recuperar los recuerdos de las veteranas de guerra. El estreno de la versión teatral de aquella crónica sin concesiones en el teatro de la Taganka de Moscú, en 1985, representó todo un hito en un régimen poco habituado a las verdades sin medias tintas.
“El destino es la vida de cada uno, la historia es la vida de todos nosotros. Quiero contar la historia sin perder de vista al ser humano”
Con ese primer libro, Alexiévich apuntaba ya el itinerario estilístico y temático que ha seguido en sus siguientes obras, todas escritas en ruso – no en bielorruso – y que conforman un proyecto unitario con el nombre de «Voces de la Utopía». El segundo sería otro libro sobre la Segunda Guerra Mundial, «El último testigo» (Poslednie Svideteli ,1985), vista a través de los ojos de los niños que en aquellos años tenían entre 7 y 12 años. Luego vendrían «Los muchachos del zinc» (Tsinkovye Málchiki, 1990), donde recogía los testimonios de los jóvenes reclutas rusos que habían participado en la guerra de Afganistán; «Cautivados por la muerte» (Zacharovannye Smertiu, 1993), sobre los suicidios de ciudadanos que no habían soportado el desmoronamiento de la Unión Soviética.
En 1997, Svetlana Alexievich escribió uno de los libros periodísticos más impresionantes de cuantos puedan encontrarse en las librerías de toda Europa: «Voces de Chernóbil» (Tchernobylskaya molitva) . Escrito originariamente en 1997 y publicado en España primero por la editorial Casiopea y después por Siglo XXI y Debolsillo (Penguin Random House), «Voces de Chernóbil» es un trabajo de investigación exhaustiva en torno a las consecuencias de aquella catástrofe nuclear sobre la población ucraniana, bielorrusa y, en realidad, mundial.
Finalmente, en 2014, publicó en alemán y en ruso «El fin del Homo sovieticus» («El tiempo de segunda mano. El final del hombre rojo») – libro que Acantilado publicará próximamente en España -, sobre la brutal transición que se ha vivido en las últimas dos décadas en el espacio post soviético. En este nuevo documento, Alexiévich se propone “escuchar honestamente a todos los participantes del drama socialista“, dice el prólogo.
Todos sus libros pasan por un proceso estricto de censura del gobierno bielorruso y, según cuenta la escritora, muchos de ellos solo llegan a Bielorrusia gracias a que ella misma los compra en Rusia o Ucrania y los introduce ilegalmente a su país. A causa de la persecución bajo el régimen del presidente Aleksandr Lukashenko, Alexievich abandonó el país en el año 2000. Durante años recorrió Europa en condición de refugiada política: París, Estocolmo y Berlín fueron algunas de las estaciones de su vida en el exilio. En el 2011, sin embargo, regresó a Bielorrusia, aunque sólo reside ahí parte del año. Tampoco ha mantenido buenas relaciones con el régimen de Vladimir Putin. Últimamente vive en Alemania, donde su último libro ha tenido un enorme impacto.
Alexiévich ha recibido prestigiosos galardones internacionales antes que el Nobel, como el Premio Ryszard-Kapuscinski de Polonia (1996), el Premio Herder de Austria (1999), el Premio Nacional del Círculo de Críticos de Estados Unidos (2006), y el Premio Médicis de Ensayo en Francia (2013).
En 2013 recibió también el Premio de la Paz de los libreros alemanes. Ese día, en la clausura de la Feria del Libro de Fráncfort, la bielorrusa pronunció un amargo discurso en el que dijo que, en contraste con el valor que tenían durante su vida en la Unión Soviética, hoy «Las palabras ya no significan nada».
No sé de qué hablar… ¿De la muerte o del amor? ¿O es lo mismo? ¿De qué?
Nos habíamos casado no hacía mucho. Aún íbamos por la calle agarrados de la mano, hasta cuando íbamos de compras. Siempre juntos. Yo le decía: «Te quiero». Pero aún no sabía cuánto le quería. Ni me lo imaginaba… Vivíamos en la residencia de la unidad de bomberos, donde él trabajaba. En el piso de arriba. Junto a otras tres familias jóvenes, con una sola cocina para todos. Y en el bajo estaban los coches. Unos camiones de bomberos rojos. Este era su trabajo. Yo siempre estaba al corriente: dónde se encontraba, qué le pasaba…
En mitad de la noche oí un ruido. Gritos. Miré por la ventana. Él me vio:
—Cierra las ventanillas y acuéstate. Hay un incendio en la central. Volveré pronto.
No vi la explosión. Solo las llamas. Todo parecía iluminado. El cielo entero… Unas llamas altas. Y hollín. Un calor horroroso. Y él seguía sin regresar. El hollín se debía a que ardía el alquitrán; el techo de la central estaba cubierto de asfalto. Sobre el que la gente andaba, como él después recordaría, como si fuera resina. Sofocaban las llamas y él, mientras, reptaba. Subía hacia el reactor. Tiraban el grafito ardiente con los pies… Acudieron allí sin los trajes de lona; se fueron para allá tal como iban, en camisa. Nadie les advirtió; era un aviso de un incendio normal.
Fragmento de Voces de Chernóbil (Ed. DeBolsillo).
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