Revista Fotografía
A mediados de Julio de 2009, el coronel Akhtar Abbas, jefe de relaciones públicas del ejército paquistaní en el valle de Swat, hizo público que, tras dos años de control talibán, la zona, por fin, estaba libre. El mandato del clérigo radical Fazlullah, -el Mulá FM- dio a su fin tras la toma de la localidad ribereña de Shamozai, el último bastión talibán. La bandera verde de Pakistán volvió a estar izada, pero más de un millón de desplazados y 2.220 huérfanos seguían olvidados.
La ofensiva de Swat, la mayor operación militar en los últimos años, provocó un éxodo masivo de personas. Durante los tres meses de operación, dos millones de desplazados internos de Swat, Buner y Alto Dir, se refugiaron en los campamentos de Nowshera, Mardan, Charsadda, y Swabi, distritos fuera de la zona de conflicto. Desde el 2008, los habitantes del antiguo pulmón turístico de Pakistán convivieron con las medidas draconianas del Mulá FM: se cerraron las escuelas para niñas, anunciaron en la radio el castigo para las mujeres que no llevaran la burka y prohibieron a los hombres afeitarse la barba.
“Un día los talibanes me sacaron de la cama a la hora de la oración. Golpearon fuertemente la puerta e irrumpieron en mi casa. La próxima vez que te encontremos sin cumplir con los deberes de la oración te mataremos” recuerda un habitante de Shamozai. Al igual que sus vecinos, recuerda con terror los dos años de control talibán.
“ Los talibán se hicieron con el control de la zona. Y los militares hicieron el resto. Perdí mi casa cuando un misil del ejército impactó por “error” en ella. Todavía estoy esperando la ridícula ayuda del gobierno” explica Sadiq Mohammad.
Un año después, las consecuencias de la guerra todavía sigue noqueando a sus habitantes. Los edificios son testigos sin voz que evocan los feroces combates que reflejan la crisis humanitaria derivada de la violencia. Los esqueletos de las viviendas se pierden entre el recuerdo del terror mientras las castigadas escuelas aplican parches de extrema unción para intentar sacar a flote la esperanza.
La historia de Aman-e-Rum nos traslada al momento en que las balas dejan paso a la ausencia de la pérdida. Sus recién cumplidos seis años se camuflan entre su mirada consciente y adulta de lo que ha vivido. Su padre Rashidullah fue un combatiente talibán que murió en un ataque aéreo del éjército paquistaní, en plena ofensiva contra la insurgencia en el Valle de Swat, en mayo de 2009.
Tras la muerte de su padre, Aman fue abandonado a su suerte. La madre del niño se marchó de Tehsil Kabal –bastión talibán- para casarse con otro hombre en Multán, en la provincia de Punjab. El pequeño caminó durante horas hacia ninguna parte hasta que fue recogido por un camión en el que viajaban familias que se vieron forzadas a huir para ponerse a salvo de los combates.
“La educación de los huérfanos es un gran problema en Pakistán, ya que a partir de los diez años no son admitidos en los colegios estatales. Es intolerable que el Gobierno les niegue a los huérfanos la posibilidad de recibir una formación” explica Naem Ullah, el director de Parwarish, centro que brinda educación y alojamiento desde noviembre de 2009 a los huérfanos de la guerra. Tras regresar de un campo de refugiados y observar el páramo de desolación que había dejado la operación, decidió apostar por el futuro de los niños de la guerra. Si bien los últimos asesinatos selectivos de líderes tribales paquistaníes y los últimos ataques suicidas del mes de julio han vuelto a hacer saltar las alarmas, la historia de los conflictos se vuelve a repetir y ancla en el olvido a las víctimas civiles que luchan por sobrevivir y sobreponerse al dolor.