A punto ya de echar el cerrojo a este dos mil doce que me ha salido tan intenso caigo en la cuenta de que no son ustedes conscientes de la que se avecina. Hace ya seis meses que aireo mis trapos sucios en este dos punto cero que a veces parece más real que la vida misma. Seis meses en los que les he contado todo tipo de secretos inconfesables como la deplorable condición de mis sábanas o mis miserias más miserables. Seis meses de egolatría y autobombo que no se los salta un galgo. Nos vamos conociendo. Más o menos.
Ustedes conocen a una madre tigre con un trastorno de personalidad leve. Habrán atisbado quizá algún episodio aislado algo más perturbador pero en conjunto me tendrán ustedes por una loca entrañable. O casi. El problema está en que ustedes conocen a la madre tigre de la segunda mitad del año. Una madre tigre taimada por el duro invierno y la primavera bipolar. Una madre tigre descafeinada, con el ímpetu alicaído del fin de curso y el alma horchatada por un verano demasiado largo. Esa soy yo. Pero no siempre.
No se dejen engañar por esta montaña rusa en las que les he embarcado en las últimas semanas. No vayan ustedes a pensar que la nieve, el espíritu navideño o el virus maldito han hecho mella en este árbol caído. Borren de su mente cualquier imagen previa que hubieran podido hacerse de la que suscribe porque están ustedes a punto de conocerme en mi plenitud más absoluta. Yo, como el ave fénix, renazco de mis cenizas cada fin de año.
El treinta y uno de diciembre es mi día preferido del año. Con diferencia. Resume como ningún otro día del calendario todo lo que me gusta de la vida. El treinta y uno tiene esa mezcla perfecta de melancolía por el año que se va y esperanza por el año que nos viene. Como el que conduce hacia el futuro con la vista en el retrovisor. Siempre hay un momento de sosiego en la cena, después de la comida mientras hacemos tiempo hasta las uvas, en el que uno empieza a hacer balance del año viejo. Miramos a nuestro alrededor y vemos como crece nuestra mesa y, a veces, decrece. En ese momento uno olvida los sinsabores de los últimos doce meses mientras le asaltan los recuerdos de lo bueno y la tentación de parar el tiempo. Santa Rita Rita, qué me quede como estoy.
A medida que el especial de fin de año avanza y la Igartiburu se va poniendo las lentejuelas, ese sabor agridulce del pasado se va esfumando para dejar paso al futuro que ya asoma. Son momentos de recontar las doce uvas, de que los milindris les quiten las pepitas y los supersticiosos echen oro al champán. Yo a eso de las doce menos diez me pongo ya muy nerviosa, con una uva en cada mano, no vaya a ser que caiga el carrillón y me pillen los cuartos despistada. A las doce menos cinco me empieza a dar la risa floja y empiezo a abroncar indiscriminadamente a todo aquel que no haya tomado posiciones frente a sus uvas. No son momentos de bromas. Todo el mundo atento. Que me toca volver a nacer.
Pasan por fin los cuartos agónicos y nos comemos las uvas acompasadas. Una con cada campanada. Hacia la número seis nos ponemos gallitos porque vamos fenomenal y nos atrevemos a levantar la vista para ver cómo avanzan los demás. Ahí es cuando la prima de Cuenca te hace una mueca, se te atraganta la risa y se va a al traste toda la inercia de deglución adquirida. Al borde de la traqueotomía consigues por fin meterte la última uva in extremis y sonríes ampliamente con cinco uvas todavía en la boca y un chorrito de zumo y baba surcándote la barbilla. Prueba superada. O casi.
En ese preciso instante en que todos nos levantamos de la mesa y cogemos nuestra copa de champán para brindar por el año nuevo y darnos muchos besos, siempre me embarga la emoción de ser muy feliz y creerme todo poderosa. Mientras reparto besos y felices años a diestro y siniestro se me van agolpando los buenos propósitos en la trastienda del cerebelo. Cuando por fin me siento, con el matasuegras en la diestra y un trozo de turrón del duro en la siniestra, soy otra. Nueva y renovada. Imparable. E insaciable.
Disfruten de esta noche tan vieja.
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