Ha abierto la ventana para orear la estancia y, sin pensarlo, se ha quedado mirando a través de ella. A lo lejos vislumbra el dorado y nervioso brillo del mar iluminado por un radiante y blanquecino sol de otoño. Suavemente llega a su rostro una brisa cargada de salitre que le acerca los graznidos de unas cuantas gaviotas hambrientas buscando alimento a ras de agua.
Qué día más hermoso para reencontrarse consigo mismo y poder pensar tranquilamente. Hace tanto que no siente ese sigiloso vacío dentro de la cabeza que apenas sabe ya cómo afrontarlo. Nos hemos acostumbrado a poner música para aislarnos del silencio. Siempre está estérilmente consumido por preocupaciones laborales, familiares o amistosas, y no recuerda el último momento de paz que se dedicó a sí mismo. Es muy consciente de que son cosas absurdas, irremediables o puramente materialistas que no deberían perturbarle tanto, pero le resulta inevitable calentarse la cabeza, y siempre hay algo que le reconcome.
Sin embargo, en este preciso momento no lo hay. No existe nada más que su vacío mental y el mar, cargado de esa belleza antigua e inexplicable que nos reconcilia con la vida. Enfrentarse a ese silencio es tan complicado y, a la vez, tan sencillo, como dedicar un momento a mirar a través de la ventana olvidando todo lo demás, haciendo que le importe un rábano todo lo que no sea esa inabarcable extensión de agua, ese cielo inmenso, esa luz, ese olor, esos sonidos y su percepción de todo ello.
Y, de repente, envuelto en el silencio de ese sencillo proceso interior, el hombre, con su rostro cargado de experiencia, entiende que por fin es la hora: que vuelve a estar preparado para entregarse a alguien. Ha pasado mucho tiempo desde que lo hizo por última vez y, en el fondo del alma, siente que vuelve a estar dispuesto a afrontar ser de otro con todo lo que ello implica de aceptación ajena: con sus rutinas, sus costumbres, sus paranoias, su carácter, sus errores y sus necesidades, entregándole a su vez todo lo propio.
Sabe que se está relativamente bien solo, excluyendo las típicas carencias momentáneas que cualquier humano puede tener y que se solucionan con pura y dura canallesca, pero el cuerpo le va pidiendo estabilidad emocional, y sentirse preparado es un gesto de generosidad extrema que vuelve a estar dispuesto a asumir. Tiene ganas de ver ese mar cogido de una mano que aferre la suya, de mirarlo embriagado por el perfume de una mujer. Así de simple y así de complicado.
Se ha cansado de vaivenes estériles de temporada, de parecer que conocía cuando en realidad desconocía, de preocuparse por las cosas de alguien que al poco tiempo decidió olvidarse de él porque realmente tenía otras prioridades, de cariños que duraron poco tras convertirse en exigencias fuera de tono, de alternancias con otras personas que no estaba dispuesto a tolerar, de desilusiones provocadas por infortunios, malentendidos o inestabilidades personales.
Siente que le agotan las personas que van de maduras sin serlo, que dicen adorarle pero siempre tienen excusas para no estar a su lado: que si “no es el momento”, que si “necesito tiempo”, que si “no te quiero involucrar en mis problemas”, que si “aún hay otra persona”… Siempre llevó mal las excusas reiteradas, pero esta vez lo ha decidido con mucha firmeza: ya no acepta ser entrante de divertimento para bodas, bautizos o comuniones, ni segundo plato de nadie, ni sorbete entre platos fuertes, ni mierdas similares. Desea que lo quieran a tiempo completo y en exclusividad, porque así es como únicamente él sabe querer a los demás.
Ya no le valen las frases hechas de azucarillo, ni el “tiempo al tiempo”, ni el “partido a partido”, ni el “Dios dirá”. Lo que uno no se atreve a decidir no lo resolverá Dios por él, y la espera es una cárcel tan injusta como innecesaria y dolorosa. Es como si estuviera esperando a que dictaran sentencia de un juicio que nunca llegó a celebrarse y en el que no existen culpables.
Le hastía la insalvable distancia de los kilómetros y bien que lo siente, porque a veces ha tratado con personas maravillosas muy lejos de él, pero peina canas cada mañana y su piel necesita la caricia, sus oídos piden susurros de medianoche, sus labios ansían escocerse con otra saliva y sus ojos quieren arder de pasión deseando abrir la cremallera de un vestido, bajar una falda o descalzar unos pies de sus stilettos.
No se trata de que no sepa valorar todo lo demás: lo valora, lo respeta y lo comprende, pero ahora que entorna los ojos mirando al mar y la brisa mesa su cabello, sabe verdaderamente que todo eso no es lo que él necesita. Siempre ha intentado ponerse en el lugar ajeno, ha procurado pensar en la otra persona, ha trabajado la comprensión hacia los demás y se ha disculpado sin pudor alguno cuando las circunstancias lo llevaron a entender que hay caminos que no llevan a ninguna parte. Pero hoy, el mar, le ha bisbiseado con su rumor de conchas arrastradas por la espuma que ya va siendo hora de volver a sentirse él mismo, de preocuparse por sus cosas y de encontrar lo que realmente quiere y le gusta: la cercanía, la generosidad, la ausencia de “quieros” que no pueden, la carencia de limitaciones, el perdón sincero a través del beso y la mirada, la calidez ajena en un abrazo, el vaivén de la risa imparable a la lágrima tonta, el acudir acompañado a sus eventos, la emoción de compartir vida… la de esa persona y la suya propia.
Respira hondo y, en la profundidad de su pecho cargado de yodo, sabe que aún le queda lo más difícil: encontrar a esa persona que esté dispuesta a aceptarlo, que lo entienda y lo respete con ese jodido carácter que los años le han ido forjando. Pero echa un nuevo vistazo al horizonte y comprende que si hay algo que jamás faltará en su ánimo, es la ilusión.
Así que, ahí, delante de ese Mediterráneo que tanta fuerza le transmite, un hombre cualquiera en un lugar cualquiera, cierra con decisión los postigos de la ventana agradeciendo todo lo vivido, todo lo sufrido y todo lo gozado, y se promete firmemente hacer tabula rasa para poder comenzar a construirse de nuevo.
Definitivamente, ya es hora.
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