Por Antonio Hermosa Andújar
Mientras Augusto apuntalaba el Imperio y Tiberio la tiranía, Roma se perdía para siempre en su sueño republicano y la libertad, que a duras penas sobrevivió a la anarquía mientras se enfrentaba a la seguridad, claudicó finalmente ante el arbitrio. El orden tiránico suplantó en gran medida la anarquía de las circunstancias por la del capricho y el azar.
El proceso de concentración del poder iniciado por Augusto lo concluyó en alta medida Tiberio, que atrajo a su persona los poderes que su padrastro, a la caza de legitimidad, ideó repartir en plan nepotista entre parientes y afines; la tiranía merodeaba en torno a la familia Claudia buscando quien la asentara en el trono, y una vez Tiberio hizo desaparecer a Druso y Germánico, padre e hijo, postreros estandartes de la libertad republicana en un mundo nuevo, ya supo a quién había elegido. Que poco después Tiberio y Druso, padre e hijo, fueran cónsules el mismo año la confirmó en sus presagios y dio a su tiempo, que ya había empezado a contar para ella, una promesa de futuro en la que no se adivinaba el final.
Con paciencia y tesón arteros como en pocos, Tiberio supo metamorfosear sus cualidades personales en espíritu de la época, resignificando leyes antiguas como nuevas máquinas de poder que su mente manipulaba y su voluntad manejaba a su antojo; aferrando restos de antiguas instituciones que sobrevivían autónomamente con palabras de seda y puño de hierro y sabiendo dar un paso atrás, y hasta humillar a sus fieles, cuando la ocasión vencía a su deseo o la libertad aún se sustraía a su poder; se modeló como el primer gobernante militar que abandonó el campo de batalla y la itinerancia para hacerse político, esto es: creó una corte y centralizó el ejercicio del poder; y fue el segundo en pasar de hombre a divinidad del imperio a imagen y semejanza de Augusto, rindiendo teatral homenaje a su desbocada vanidad al aceptar el título con una pose de modestia que casi le humillaba.
La tiranía germinaba y el sol se veló; despacio al principio porque, como afirma Tácito, su novedad la refrenaba, pero las prisas llegaron con su consolidación al unificar en su persona los resortes del poder que requería: la tiranía transformó al tirano en modelo de la élite imperial, los senadores competían por venderse, el viejo mundo se redujo a algún representante extraviado por su dignidad en un orden irreconocible y las clases sociales de la abyección, acusadores y delatores, camparon por sus respetos en el corazón de la nobleza. La tiranía, que al principio pareció adjurar del tirano, por fin se sintió satisfecha y Roma reinició su labor de agrandamiento hacia fuera mientras asfixiaba los valores por los que respiraba en el pasado contrayéndose hacia dentro.
Inmanente a la tiranía, según acabo de aludir, es su poder de
mímesis, más extendido que el de las demás cortes políticas porque no se
reduce a expandir las gracias de la conducta de sus inquilinos, sean
cuales sean, o a reproducir a otra escala el ambiente que les rodea,
dando lugar a veces a una genuina fiebre imitativa que llegaba hasta la
propia sociedad, así convertida en eco de la corte, y que por lo mismo,
devenía en factor de estabilidad de la forma política y hasta de
permanencia de la familia gobernante en cuestión. Lo genuino de la
tiranía es que la imitación se extiende incluso al titular del poder, y no siendo son raros los tiranos in pectore que aspiran a serlo de facto reemplazando
al actual. Acusadores y delatores se contentaban generalmente con
caerles en gracia a Tiberio o a sus cortesanos a fin de caer de pie en
su círculo, procurando contener al aprendiz de tirano que algunos
llevaban dentro; empero, los había que iban mucho más allá y
sobrevalorando sin límite sus cualidades calificaban al detentador del
poder en vigor como un advenedizo puesto por el azar en el lugar cuyos méritos habían reservado para ellos.
En medio de esa atmósfera tóxica en la que no había paz ni para la muerte y sólo a la amplia gama de violencias competía fructificar emergió, poderosa, la figura de una de sus más eximias encarnaciones: Sejano, el vicetirano que hollaría la tierra que su ambición pisaba. Sejano, que se valió de un único embozo en su asalto al palacio, la doble capacidad de “ocultarse a sí mismo” y de “acusar a otros”, supo pues desde el inicio que el precio del poder era su vida y se mostró dispuesto desde un principio a pagarlo. Nada al alcance de su poder sería obstáculo y apenas nada obstaculizaba su poder, máxime tras convertirse en brazo derecho de Tiberio incluso antes de emparentarse con él.
Así, redujo a un único acuartelamiento los existentes en la ciudad, concentrando aún más su poder y aumentado además el de la tropa, ya habituada a servir a un amo y pronto a servirse de él, potencia que aumentaba al corromper a ciertos jefes arrastrándolos al juego político; la emprendió contra el heredero de Tiberio, su hijo, a fin de alumbrar con él la dinastía que pensaba inaugurar con Druso, como aquél, aspirante a siervo de la tiranía, la había emprendido contra Germánico en cuanto heredero del prestigio republicano; ello antes, y como estreno, a sus ataques a otros allegados del emperador (comenzando por los hijos del propio Germánico) de hecho, aunque aún sin título. Sejano elevó asimismo el número de siervos a su servicio personal, intervino en los asuntos que competían a Tiberio, favoreció su alejamiento de la corte a fin de acentuar su papel de mediador, etc. Fines y medios, en un único ovillo político, que configuraría la telaraña de una tiranía que se inclinaba ante el nuevo señor del poder.
Pronto caería el hereje, víctima de las víctimas de su absolutismo, pagando el precio de su vida, al que hubo de añadir antes de su muerte un interés tan draconiano cuanto espurio: el brutal asesinato de una hija pequeña, un mal que, aun si hubiera concentrado en su persona todo el dolor del mundo, jamás habría podido pagar: y un mal del que la cultura ético-jurídica de la sociedad que lo licita, aun si hubiera concentrado en su ley o en sus dioses todo el arrepentimiento del mundo, jamás se habría podido redimir (quizá un día no lejano daré detalle al lector de una de las historias con seguridad más truculentas de las que haya oído hablar).
Así pues, Sejano tiene algo de Tiberio y de Mario y quizá sea una síntesis novedosa de ambos que, precisamente, en la novedad degrada la diferencia. Por un lado, en efecto, tiraniza a la sociedad romana a la sombra del tirano real mientras aspira fraudulentamente a destronarlo, bien que careciendo del pedigrí de Tiberio para proseguir en su persona una tradición que empezó a forjarse con su padrastro Augusto; vale decir, careciendo de esa sombra de legitimidad que las circunstancias y el gobierno ulterior del inventor de la saga imperial legarán a su sucesor. Por otro, es un homo novus de nuevo cuño, apoyado en una tradición que con el cambio de régimen perdió el derecho a regir los destinos de Roma; vale decir, ejerce su poder tras su designación imperial en lugar de elegido por la plebe, como fue el caso de Mario, una elección que degradaba a la aristocracia en cuanto clase al descarnar la tradición originaria y reducirla a su elemento prevalente: el mérito.
Sejano, en suma, carecía tanto de la legitimidad tiránica otorgada por el imperio en la que se insertaba, que, en cambio, sí poseía Tiberio, cuanto de la legitimidad democrática otorgada por la elección de la mayoría, al haber sido designado por Tiberio: era homo novus en lo relativo a su acceso al poder imperial, a la vez que tirano en su ejercicio.
¿Habría sido menos tirano de haber sido elegido? La cuestión, sin más, es improcedente. Y ello aun cuando en el universo tiránico quepa la elección. La tiranía marca al tirano con su naturaleza, con independencia de cómo acceda al poder; de hecho, lo más difícil para un tirano es responder con arte al envite que le plantea su sueño, consistente en concentrar gradualmente el poder de modo que se asocie a tal punto a su persona como para fulminar de antemano cualquier iniciativa por separarlo del mismo. Sólo se libera de la tiranía si él mismo deviene en su concepto y sólo así, insisto, se libera de la concurrencia mimética por arrebatarle el puesto. De ahí que ser tirano sea un peligro para él mientras no se eleve a tal grado de suficiencia; que las intrigas entre aspirantes al cargo sean a la vez señal de debilidad del tirano y de imperfección de la tiranía, y que por ende ésta amenace y castigue con frecuencia a su instrumento con su deposición.
Lo que sí cabe es otra pregunta sólo en apariencia retórica: ¿son conciliables en esencia elección y tiranía en un régimen político? Es como preguntar si en la naturaleza del poder el acceso determine su ejercicio. De ser así, ninguna democracia, y en especial una suficientemente consolidada, se convertiría en dictadura… ni al revés, con lo que en la vida humana la puesta en marcha de un origen implicaría su conversión en destino. No habría tránsito de una a otra en ningún sentido y lo primero por hacer sería apresurar el paso para asistir al duelo de esa pretenciosa consigna intelectual que acuña en el socialismo el desarrollo de la democracia.
Recordaré aquí que los contractualistas, en quienes proliferó la ecuación elección / libertad o incluso elección / democracia, también firmaron con sus polémicas internas la denuncia de situaciones en las que el milagro no advenía; y que Hume, azote de místicas donde los haya, había suprimido con argumentos que borraban la que traspasaba, trámite contrato originario, la legitimidad política desde la elección a lo elegido. Privado del factor necesidad en el nexo que unía a una y otro, lo que quedaba era que la libertad política requería de elección, pero no toda elección conllevaba libertad política. Con todo, en realidad, basta con mirar para llegar al mismo resultado.
¿Mirar qué?
Un resultado electoral ha fallado que los dos partidos mayoritarios carecen de fuerza para formar gobierno. La errática política de alianzas desarrollada por los líderes del partido vencedor no da el resultado deseado; la situación del segundo partido no permite a su líder, ni reproduciendo la alianza patológica de la legislatura precedente, dar pábulo a su instinto liberticida y el poder –un poder que él y el partido-sanguijuela que se somete a él para ser algo consideran propio– parece esfumarse de sus manos. ¿Repetición de las elecciones?
Quizá, pero antes de eso el déspota, levantando acta de su condición, actúa como la tiranía exige al tirano obedecer sus reglas, y así a los ‘logros’ autoritarios de la pasada legislatura pretende añadir otros que suponen el trastocamiento radical del Estado de Derecho y la subversión de la Historia y del futuro del país donde su delirio es ley; misión esa, en la que, hay que reconocerlo, no está solo: los nazionalistas, sanguinarios o supremacistas, cuyo anhelo es destruir el país, le apoyan y jalean, es decir, le chantajean en formas más o menos brutales, según convenga a sus intereses, por cuanto todos convergen en el suyo de conservar el poder; asimismo, los más leales y peligrosos a la postre dado su número, los fanáticos de fervor frío que deponen su voluntad en la del renacido tirano desde su interinidad facciosa y los tibios que no imponen la suya a las circunstancias presentes y consagran su cuota de civismo a ociosear de la ciudad, ilusionándose con que su felicidad no dependa de aquéllas; y, por supuesto, la cortesanía gubernamental y partidista, la suma incontable de egos sin fondo que desean redimirse ejerciendo un cargo y la menuda de egos con fondo, derrotados en su ilusión de recompensar con el ejercicio del poder unas capacidades superiores a las del don nadie mentado, genuflexas ante su ambición. Ésos, y quienes desde sus prebendados media o sus cátedras universitarias son los iluminados artífices de esa aparente rara avis de la arena política en la que la elección es el instrumento de la tiranía, cómplices devotos de que haya un tirano electo que la encarne. Son quienes invariablemente justifican que la legitimidad de origen no tenga continuidad en su ejercicio, que elegir libremente no equivalga al fin a elegir libertad.
Esa plétora ciudadana, en suma, cuya inacción o apoyo, sea incondicional o prestado, autorizan al déspota a urdir aprobar al galope medidas que destruyen primero de todo la mismísima función del Parlamento; y, a renglón seguido, la convivencia al depositarla en manos de la anarquía más marcial, al incinerar la seguridad jurídica que debiera proteger los derechos de los ciudadanos y de la ciudad, al incitar al crimen a quienes se hallan en disposición de acometerlo, al marginar a quienes se atreven a pronunciar con naturalidad la palabra desde hace decenios innombrable por la aterradora falange separatista. Todos esos crímenes, y otros más, estarán presentes en la próxima Ley de Amnistía, asesina ya desde el nombre-apodo, si finalmente se aprueba (cosa aún incierta porque regalar el alma a los golpistas no basta para que el prófugo que los representa dé su sí-quiero), la ley que santifica la independencia del golpismo y su derecho a desestabilizar el Estado.
Debilitada cuando no demediada la oposición, dispersas en guetos irrelevantes las fuerzas proclives a la Constitución y a la democracia, sólo el resto de la sociedad, proclamando su deber de ser y usando su derecho a la libertad, resistiendo y organizando su propia defensa hasta convertir su opinión en dominante, impedirá que la violencia letal de los sin ley la arrastre hacia su desaparición en el abismo de una nueva dictadura; una opinión triunfante sobre la arbitrariedad parece en principio la condición sine qua non para exigir que se le ofrezca en bandeja de plata la cabeza del déspota, así como para advertir a futuros aspirantes sobre lo que les sucederá si ceden a la tentación siempre alerta de disimular su codicia de poder embozando sus intenciones tiránicas bajo el revestimiento formal de la institucionalidad democrática. Es, pues, la ocasión de rehacer la libertad y nuestra historia, el futuro, en ese paisaje de cenizas resultado de una guerra civil por el momento librada sin armas.
Este artículo se publicó en Pompaelo el día 14 de septiembre 2023