Revista Cultura y Ocio

Tailandia – @virutl38

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Tenía que ponerse a escribir. Miró su reloj. Eran las dos. Y la luna se reflejaba en el río como una enorme bola brillante.

La asombrosa vista de la ciudad que ofrecía la habitación le dejaba casi sin respiración. Era un lujo. La ciudad a sus pies. Como una sordina. Efecto del brebaje que el barman del Sirocco solía ponerle. Manjar de dioses le decía mientras sonreía. Y él miraba desde aquella terraza majestuosa. Entonces la noche se le hacía más llevadera.

Los pasillos del hotel Lebua estaban ahora en silencio. Pero Bangkok nunca lo estaba.

Allí sonreía todo el mundo. Era como una religión. Su asombro crecía conforme conocía aquellas calles. Y lo que no lo era. Le habían advertido. Tailandia es una bendición. Sonreír es su deporte. Y no encontrarás ninguna razón para no corresponderles. Y así era. Era incapaz de no responder sonriendo a toda aquella colección de bocas y dientes. En aquella expresión que tanto costaba en su ciudad de origen. Y que aquí era gratuita.

Recordaba aquella mañana. Como para no hacerlo. La de la visita a Damnoen Saduak. Su paseo en la frágil canoa gobernada por aquella diminuta mujer de edad indefinida con un sombrero de paja y un pañuelo en tonos rosas. Los canales de aguas oscuras en el mercado flotante más famoso del mundo. Aquella fruta. Aquella preciosa y riquísima fruta. Los puestos a ambos lados. Desde chanclas coloristas a pezuñas disecadas. Recuerdos turísticos y pay-pays. Las sombrillas y la esencia del mar. De la selva. De las voces.

Había alquilado la embarcación a través del barman. Es un familiar. Es de fiar. Conoce los canales y no tiene nada que temer. Páguele lo que le diga.

Y allí estaba. A cien kilómetros del centro. Navegando y sonriendo a diestro y siniestro. Sacando fotos y probando frutas imposibles. La mujer que lo llevaba gritaba y se enfurecía con los otros puestos y él se reía. Le ofrecían de todo y todo le ponían sobre la frágil embarcación que en más de una ocasión casi zozobra.

Sacaba fotos y tomaba notas cuando podía. Tener un encargo como aquel era irresistible. Las guías de viaje pasarían a la historia. Con su aplicación recién estrenada se haría millonario. Y todo cambiaría.

Pero en el medio de todo aquel hermoso caos la vio.

Su figura se recortaba entre la amalgama de canoas. Desde luego destacaba con aquella ropa azulada. Estaba de pie en una diminuta barca con un cartel de Coconut Pankakes. Aquella especie de creps rellenos eran uno de sus vicios. Y quiso probarlos. Señaló el puesto y se acercaron. El rostro de la joven era apenas visible bajo el ancho sombrero de paja. Algo se dijeron que él no entendió. Ella puso varios de los pastelillos sobre una hoja grande y se los entregó. Extendió la mano y le dio las monedas. Él sonrió y le dio las gracias.

Ella le miró. Desde la sombra de su sombrero. Entre curiosa y extrañada. Recogió sus monedas. Y le dijo algo a la diminuta conductora de la canoa. Algo que la hizo carcajear. Tanto que casi se tambaleó peligrosamente hacia fuera.

Él se rió y quiso saber qué le había dicho. La joven todavía estaba allí. Y sonreía de un modo irresistible. No lograba ver sus ojos. Pero su sonrisa era una bombilla bajo aquella ala de sombrero.

Dice que no debes volver a pedirle más pastelitos. No le gustaría que rebosases de la canoa. Que le gustas así.

Vaya. No sabía si era una osadía poder contestar. Le sonrió como pudo. E hizo ademán de sacar pecho y enseñarle los brazos. Imposible. El deporte. Y estar soltero. No necesitaba más para estar delgado.

La joven se tapó la sonrisa con la palma de la mano. Él le dijo a la mujer de su canoa que tocase la bola de su brazo. Que no había nada que temer. Y la diminuta mujer ponía cara de asombro y presionaba el brazo mientras otras mujeres de canoas cercanas reían y hacían ademán de querer tocar también.

Él reía sin parar. Y la joven se quitó el sombrero. El azul ondeaba. Y la sombra desapareció. Para dejar paso a su sonrisa. Y a sus ojos. Azabaches. Asombrosos. Que lo miraron fijamente. Y él quiso desaparecer en ellos. Para siempre.

Y ya no estaba. Tras el puesto. La canoa se puso en marcha. En aquel laberinto. Imposible.

Desde entonces. Todas las sonrisas son ella. Todo lo que sonríe él quiere reírlo con ella. Y no sabe qué hacer. Ni qué escribir.

Tailandia es una bendición. Ella debe ser su Tailandia.

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