Revista Libros

Take It easy

Publicado el 14 junio 2009 por Belanov

Cerró el libro, apoyó la cabeza en la ventanilla y se quedó mirando el exterior sin pensar en nada, dejando que las imágenes de los suburbios le absorbieran. Desde chico, cuando viajaba en tren mucho más a menudo, se quedaba mirando durante largos minutos cómo el tren iba dejando atrás la hierba, las piedras, los árboles, las casas de adobe y chapa. Tenía además la extraña sensación de que todo pasaba más rápido cuando estaba justo debajo de sus ojos que cuando lo veía acercarse a la distancia, al igual que las líneas discontinuas en la carretera, los coches o los pájaros. Igual que una luz lejana, un foco a lo lejos que te ciega a medida que se acorta la distancia. Luego no ves nada sino manchas negras y una profunda extrañeza hasta que se disipa la ceguera, vuelves a ver.

El tren paró, iba a estar detenido en Dolores durante unos diez minutos, así que bajé a fumar y me quedé a un lado de la puerta. Bajaron unos pocos y algunos más subieron. Seguramente iban también a Buenos Aires ya que la mayoría de estaciones intermedias pertenecían a pueblos cada día más deshabitados, cada día más pobres, cada día más fantasma. Se podía ver languidecer al país viajando en tren, viendo la gente que subía, su gesto, la púrpura bajo los ojos hundidos extendida como una epidemia. Sonó una campana y el revisor mandó a los fumadores a subir. Arrojé mis visiones del país con la colilla -mis tristes y fragmentadas visiones de extranjero- y nos montamos todos los que quedábamos en tierra. Al meterme en el vagón me encontré a una chica en el asiento opuesto al mío hojeando mi libro. Me senté y le pregunté si lo conocía. Se ruborizó ligeramente y me pidió disculpas, dijo con una sonrisa tímida que no había podido evitarlo. Le gustaba mucho el autor, pero no conocía ese título y se había sentido invadida por la curiosidad. Me senté y le conté que era su primera novela, de cuando era aún un desconocido, pasaba hambre y no tenía un estilo definido. Creo que estaba descatalogada. Volvió a sonreír y a disculparse por haber curioseado sin permiso, aunque a mí no me importaba, de hecho me traía sin cuidado el libro. Seguí hablando con ella de forma automática, el interés había mutado, mi atención estaba focalizada en otra parte. Sus ojos.

Nuestra conversación se había convertido en un sonido de fondo mezclado con el traqueteo del tren y un rumor como de olas...

No podía escuchar lo que decía. Mi atención, todos mis sentidos se habían fijado en sus ojos que parecían lagunas, profundísimas y serenas que me invitaban a sumergirme en ellas. Me sentí absorbido, extasiado, pero poco a poco me empezó a abordar un leve escalofrío, una inmensa sensación de extrañeza que se convirtió en pánico al divisar desde el medio de la laguna, en un plano ajeno, mi asiento vacío y el libro en el suelo.


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