Entre trago y charla se iba deslizando la noche. Hablaban de mujeres, de zumbas y pillerías, y de corazones heridos. De pronto, se agotaron los temas y se hizo el silencio. El Chele Mauricio clavaba la mirada en uno de los farolitos amarillos que alumbraban el corredor, donde se estrellaban los escarabajos que había sacado la lluvia; Tito Alfaro daba unas chupadas de un puro recién liado y dejaba salir el humo con pereza, retorciéndose en el aire de la noche; y Mincho Uribe se mojaba los labios en el trago. Les voy a contar una pasada, cheros, dijo Tito Alfaro, que era el más entero de los tres:
El otro día, a buena mañana, viajamos Santos y yo a San Vicente para cerrar el trato con la orquesta que iba a amenizar su boda. El mánager del conjunto nos invitó a unos tragos para sellar el acuerdo y ahí nos demoramos un rato, que no serían menos de las doce cuando por fin nos dejó marchar. Camino de la terminal de buses si más nos atropella el camioncito de don Chungo Bejarano, el del Minisúper Marita, que viaja todos los viernes para reponer mercancías. Yo tuve que darme una devanada para esquivarlo y lo estuve puteando hasta que me di cuenta de quién era. A la puta, don, póngale cuidado a lo que hace, le dije, pero don Chungo no se ofendió y nos ofreció aventón para Sensunte: yo los llevo, súbanse.
A la salida de San Vicente nos detuvimos para almorzar en un comedor donde preparaban una crema de camarón para chuparse los dedos, espesa, caliente, que nos sacó los sudores y el bigote con olor a marisco. Para acompañar la crema era obligado tomarse unas cervezas bien heladas y ya puestos pedimos también unas boquitas de ceviche acompañadas más cerveza, y así nos entretuvimos hasta pasadas las tres, cuando ya se habían ido todos los clientes. Vean que tenemos que cerrar, nos dijo la mesera, pero don Chungo se había picado con los tragos: otro más, rogaba, no sea mala, y ella si no veía que desde la madrugada llevaban de pie. El último, doña, hágame el favorcito, ¿sí?
Nos tenía aburridos con la plática tan necia: démosle ya, hombre, le dijo Santos, que en otro puesto nos tomaremos la última. Y con este argumento lo sacamos afuera. Iba a manejar Santos, que el hombre estaba peor que nosotros, pero ese don Chungo es porfiado y caprichoso y no quiso: huevos, Santillo, si yo estoy bueno. El baboso manejaba volcado sobre el timón, la cachucha volteada para un lado, una espumita blanca en la boca, mirando hipnotizado la línea amarilla, unas veces encima de ella, otras a la izquierda, que suerte fue que no chocáramos. A un lado de la calle, metiéndose por un camino entre palos de fuego y maquilishuat, hay un mesón de una mentada Chabela.
Don Chungo propuso que entrásemos a echarnos la última. Fuera había un par de carros parqueados y un escolta con la recortada cuidándolos. Dentro estaba oscuro y el ambiente era pesado, mezcla de sudor, tabaco y algún perfume aceitoso. Había que habituar los ojos a la luz tan escasa. Al avanzar, los pies se quedaban pegados en el suelo pringoso. Las rorras de aquí son chulas, ya van a ver, nos dijo don Chungo. Nos sentamos a una mesa, cerca de la barra. Aquella tarde se conoce que había poco movimiento y en el salón sólo estaban dos soldaditos del Destacamento Militar invitando a unas bichas a tomar y un violinista borracho que no atinaba a frotar las cuerdas con el arco. A don Chungo le brillaba la mirada adivinando los cuerpos de las mujeres: han traído rorras nuevas, oigan, parece que de Honduras. No dijimos nada y don Chungo continuó: a mí me trae loco una indiona carnosa, de nalgas cholotonas. Calidad de hembra. Lueguito acudió una mujer gruesa con un vestido negro, muy ajustado, que le marcaba las ruedas de sebo alrededor de la cintura.
Le madama, pues de ella se trataba, preguntó a don Chungo qué se le ofrecía. Hoy queremos trato especial, le dijo él, aquí el compañero se nos casa el domingo y merece una buena despedida. Ella fingió admirarse con la noticia, no hay pedo, Chunguito, le puso la mano a Santos en el hombro, con confianza, y le dijo voy a enviarle a una hondureña arisca que le va a gustar, ya verá, y se alejó balanceando sus carnes hasta desaparecer detrás de una cortina. Santos arrugó la jeta y no dijo ni sí, ni no, y yo puse cara de maje que a mí nadie me había ofrecido nada y no andaba pisto para pagar por mi cuenta. Pedimos una botella de mamajuana, amarga, vean, y como las bichas tardaban el venir, don Chungo empezó a estar muy bolinga y la zumba no lo dejaba callarse: tómese el tiempo que guste, Santillo, le decía, sin pena, que es mi regalo de boda. Y él, aburrido por la plática, seguro, don Chungo.
Por fin volvió la madama acompañada de dos bichas: una era grande y la otra más menuda. Don Chungo atrajo una silla a su lado, donde se sentó la indiona, y él rápido que le echó el brazo por encima, sobándole el hombro desnudo, pero Santos se levantó despacito y se quedó mirando a la hondureña. Era como si hubiera visto un aparecido. La bicha tenía la cabeza gacha, llevaba suelto el pelo y yo no vide nada extraño pero don Chungo soltó un chiflidito: por la gran puta, si es la Magdalena.
Santos, cuando encontró la voz, ordenó a la madama que le buscara a otra, que esa no le convencía, pero ella levantó la cabeza: ¿no le parezco buena para celebrar su despedida?, preguntó, y él, con vos nada de nada, y ella, para lo que quiere aquí yo le puedo servir mejor que ninguna. Andá a rebuscarte otro cliente, le dijo Santos. Y la madama que le jala del brazo, seguro, Hondureña, no moleste a los señores, y don Chungo, yo no sabía Santillo, ahí disculpe, mientras se la lleva la madama, y ella, suélteme vieja puta, y logró zafarse y se volteó hacia Santos, ¿quién es la novia?, y él que no era cosa suya, y ella, ya por último, ¿así celebra cuándo se va a casar, carajo?
Se hizo el silencio. Pero no un silencio normal, no, uno más espeso que la sopa de camarón que nos habíamos hartado y más pesado que el perfume aceitoso que inundaba el local, un silencio tan largo como un día sin tortillas, un silencio de esos donde estás de más y querés quitarte de en medio pero no podés porque las piernas no te responden y además él es tu amigo y te agradece que no te vayás. Y al cabo de un mundo Santos le dejó caer la mano del revés en la boca, como a cámara lenta, y del vergazo le reventó los labios que soltaron borbotones de sangre. Esa boquita, Magdalena, a ver cuando aprendemos a cuidarla, le dijo Santos. ¿Y qué creen que hizo la india? ¿Creen qué se revolvió para putearlo, que se le tiró a la yugular, que le arañó la cara? ¿No se acuerdan de ella, pues? ¿Piensan acaso que se fue para donde el guardia y le tomó la recortada para vengarse, o que sacó un cuchillo debajo de la nagua y le cortó la jeta? Se lo merecía, ¿verdad?, pero no. Les diré lo que hizo la Magda: se le fue a los pies, abrazándoselos con fuerza y llorando a lágrima viva. Con los labios partidos le besaba los zapatos, y él que quería zafarse y reculaba diciendo: dejame puta, y ella que se arrastraba por el suelo trapeándolo con el vestido tan chulo, como una magdalena de a de veras, sin soltarlo, Santos, Santillo, te juro que no fue en serio, le decía, arrepentida de verdad, no como esas viejas que te lo dicen para que te quedés tranquilo, sino suavecito, salido de adentro, cálido como en ronroneo del tigrillo. Pero él no la quiso oír y por fin se soltó de ella y la dejó botada en el piso, hecha un guiñapo, vamonós, nos dijo, y salimos detrás de él.
Así ocurrió la cosa, tal como la cuento.