Revista Arquitectura

Talento

Por Arquitectamos
El talento es la cosa más injusta que hay. Esto se entiende claramente en la película Amadeus (1984). Allí vemos a Antonio Salieri, gran músico, cuidadoso, estudioso, aplicado, trabajador... apabullado y apisonado por Mozart, inmaduro, frívolo, juerguista... pero un genio. Sí, ya sé que la película (y la obra de teatro en que se basa) no es excesivamente fidedigna a la realidad histórica: Ni Mozart era tan así ni Salieri tan asao. Pero me vale para ejemplificar lo que digo, que en la película se expone con elocuencia y de una manera muy nítida y gráfica.
Talento
¿De qué sirve el trabajo serio, el estudio, la dedicación diligente, si no nos brilla la lamparita, la puñetera e injusta luciérnaga del don? ¿De qué sirve esforzarse tanto, amar tanto lo que hacemos, sufrirlo tanto, si jamás vamos a ser capaces de crear algo perdurable?
¡Ah, qué tremenda injusticia la de los dioses, que nos han dado el ansia, la vocación, las ganas, pero no el talento!
En la escuela de arquitectura coincidí con brillantes alumnos, algunos de los cuales son hoy arquitectos consagrados. Recuerdo que en las correcciones de croquis yo iba con los míos, tan trabajados, tan medidos, tan pensados, tan insulsos y apretujados, con las piezas del programa metidas como con calzador, encajadas con un esfuerzo ímprobo. Y cuando veía los suyos... Tenía la vaga sensación de que habían hecho trampa: Todo tan limpio, tan luminoso, tan sencillo... Era como si estos compañeros brillantes estuvieran recién duchados y yo sucio. Veía sus croquis admirables y pensaba indignado: "Ah, claro, es que hace la entrada por el centro y desde ahí distribuye", o "así cualquiera, con esa doble altura", o "un esquema lineal, ¿no te digo?". Nada de eso me había estado prohibido a mí. Era tan sólo que yo no había tenido la limpieza de ideas, la claridad, la determinación natural, la facilidad... el talento.
Me había peleado con el programa, había estudiado a los maestros, había emborronado muchos croquis, había hecho organigramas con el funcionamiento y relación de las distintas piezas... y veía ahora esos dibujos de mis compañeros claros como un teorema, mientras que los míos eran como una zapatilla vieja.
El talento. El don. La chispa. Qué tremenda injusticia.
Me cabreo con la escuela, con esa forma de querer enseñarnos a todos a ser artistas, y no a ser profesionales capaces de ganarnos la vida honrada y decentemente, y de ser útiles a la gente con nuestro trabajo eficaz.
Sí; me cabreo. Y me repito que lo de querer "ir de artista" es una falacia y una continua fuente de sufrimiento, pero me caigo de culo cuando veo una obra luminosa, limpia, brillante, obra de un arquitecto con talento.
Ya sé que no es el talento lo que debería mover todo esto, sino -ya digo- la profesionalidad, la adecuación, la corrección, y os aseguro que soy un profesional competente, y que sería capaz de hacer mejores obras que las que hago si el cliente me pusiera a prueba y me dejara meterme hasta los ojos. (Posibles clientes que lean esto: pruébenlo; pruébenme. Les puedo hacer una casa muy buena, cómoda y eficaz; Pónganse en contacto conmigo: [email protected]). Sé que la arquitectura es una "disciplina" (en el peor y en el mejor sentido de la palabra), y soy "disciplinado" (también en ambos sentidos).
Soy capaz de hacer una arquitectura muy competente, unas casas cómodas, sensatas, útiles y agradables. Soy un "profesional", y a mucha honra. Ya está bien de ir de "artistas". Lo que todos necesitamos son "profesionales".
Pero...
Pero a veces -muy pocas- siento una obra vibrar, respirar; una obra que me deslumbra y que me marea ligeramente, y vuelvo a sentir aquella vieja sensación: Quien la haya hecho tiene que oler muy bien; seguro que está como recién duchado y con el pelo suelto y aún ligeramente húmedo; mientras que yo huelo regular, hundido en mi mediocridad de pelo grasiento.
¡Qué injusto, qué cruel! Me asomo al abismo y por un instante intuyo ese milagro, esa bendición, pero sé con tirana certeza que ni he sido invitado a esa fiesta ni nunca lo seré.
¡Oh, dioses! ¿Por qué no me habéis dotado de talento suficiente para ser un gran arquitecto? ¿Qué he hecho para no merecerlo?
Aunque, ya puesto a quejarme, qué narices arquitecto: ¿Por qué no he podido ser futbolista? ¿Por qué fui un niño tan torpe con el balón? Cuando echaban a pies no me pedían. Yo saltaba y gesticulaba: "¡a mí; a mí!", pero iban pidiendo a este, al otro, al de más allá, y yo quedaba relegado a los últimos puestos.
¿Acaso pido tanto? ¿Acaso disparato al recriminar a la naturaleza, o al universo, o al órgano competente, que no me dieran el don que merezco, el don que siempre he merecido: Ser el delantero centro del Real Madrid?
¡Leches! Tampoco pido tanto.
(Si te indignas como yo por no haber recibido la chispita clica el botón g+1 que verás aquí debajo. Muchas gracias).

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