Cuando un escritor es grande, lo es y punto. Y no hace falta que venga fulanito de copas con petulancias a decirnos esto o lo otro. Cualquiera que se acerque a su obra lo puede comprobar. Está ahí, al alcance de todos (lo que pasa es que no a todos les apetece comprobarlo, pero, bueno, eso ya es cuestión de cada cual). El talento, sabemos, no necesita avales erudito-sesudo-académicos.
Para no tener que lamentar nada de lo que a continuación sucedió habría bastado con que la alegría que sintieron al encontrarse Édouard y Olivier hubiera sido más expresiva; pero los paralizaba a ambos una singular incapacidad que tenían en común para calibrar la consideración de que disfrutaban en el corazón y el pensamiento del prójimo; de forma tal que cada uno de ellos pensaba que era el único emocionado y, al embargarlo por completo la alegría propia y notar algo así como un apuro porque fuera tanta, su máxima preocupación era que no se le notase demasiado.
Así fue como a Olivier, en vez de contribuir a la alegría de Édouard diciéndole que le había faltado tiempo para acudir a su encuentro, le pareció más decoroso hablar de un recado que había tenido precisamente que despachar esa mañana por el barrio, como si se disculpase de haber ido. Su alma, excesivamente escrupulosa, se daba buena maña para convencerse de que era posible que a Édouard le pareciese inoportuna su presencia. No bien dijo esa mentira se ruborizó. A Édouard lo sorprendió ese rubor y, como de entrada le había cogido del brazo a Olivier apretándoselo con pasión, pensó, no menos escrupuloso, que por eso se ruborizaba.
Así es como Gide relata el encuentro de dos de sus personajes, Édouard y Olivier, que han pasado algún tiempo sin verse. Hay aquí una impresionante capacidad de observación, una dosificada inteligencia, una exquisita sensibilidad. Hay esa mirada agudísima y clarificadora, solo al alcance unos pocos (pienso en Proust, Henry James, Virginia Woolf, Dostoievski, Tolstói...) para narrar los entramados sentimentales, los complejos sistemas de interacciones que se dan entre las personas. Y la forma de plasmarlo no puede ser otra, porque es sencillamente, por idónea, la mejor (el "así es la rosa" juanramanoniano). El lector atento se da -debería darse- cuenta de que esto no es literatura de andar por casa.
Veamos otra muestra. Un poco antes de este encuentro, Édouard, que lleva un diario, anota:
¡Qué irritante es esta cuestión de la sinceridad! ¡Sinceridad! [...] Si me miro a mí, dejo de entender qué quiere decir esa palabra. No soy nunca sino el que creo que soy, y eso es algo que cambia continuamente, de forma tal que si no estuviera yo aquí para juntarlos, mi ser de por la mañana no reconocería al de por la noche. Nada puede ser más diferente de mí que yo mismo. Sólo en la soledad se me aparece a veces el sustrato y consigo alcanzar cierta continuidad de raíz; pero entonces me parece que se me vuelve más lenta la vida, que se detiene y voy a dejar de ser en el sentido propio de la palabra. El corazón no me late ya sino por simpatía: sólo vivo ya mediante el prójimo, por poderes, por desposorio, y nunca me siento más intensamente vivo que cuando me evado de mí mismo para ser cualquiera.
¿Cuál es el sentimiento que uno experimenta ante una obra así? En mi caso -no sé en el de otros- el de sentirse abrumado, empequeñecido y acongojado -en ese orden estricto-, si bien estos síntomas se acompañan, durante todo el rato, de una agradecida y persistente admiración. ¿Para qué escribir, si hay gente que ya escribe y ha escrito así?
Me rondaba en la cabeza hace mucho tiempo esta obra de Gide, Los monederos falsos (más exacta y recientemente traducida como Los falsificadores de moneda), pero no había dado el paso de embarcarme en su lectura, debido sobre todo a que la traducción disponible en español (la de Julio Gómez de la Serna, de 1934) me tiraba de espaldas, no solo por la castellanización que hace de los nombres de los personajes -Oliverio, Bernardo, Eduardo, etc.- (terrible, sí), sino por ese soniquete falso y rancio que tiene toda versión que ha envejecido. Afortudamente Alba, consciente de esta circunstancia, encargó hace pocos años una nueva traducción a María Teresa Gallego y ha publicado una nueva edición como dios manda.
Ahora sí he podido disfrutar de una novela que habla, a través de muchos personajes, de la identidad y del destino, de la búsqueda de rumbos y de la posibilidad -o no- de elegir. Pero más admirable aún que lo que cuenta es cómo lo cuenta. De manera libre y osada.
Un libro impresionante.