La blogosfera podría ser muchas cosas, pero no es, hasta donde yo conozco, otra realidad. Es tan sólo una extensión de ésta. O, siendo más exacto, una extensión de cómo nuestras emociones más básicas la retuercen. Leyendo posts y comentarios pronto uno descubre que son los mismos vicios de la vida diaria. Poca autocrítica, soberbia, rechazo al aprendizaje. Problemas de ego.
En el año 2003, asisto a un curso en la FIA (Fundación para la Investigación del Audiovisual) en Valencia. Nos reparten en grupos de trabajo con diferentes tutores. Me toca José Luís Borau. A medida que avanzan las sesiones, las generales y las individuales, quedo perplejo con su capacidad de análisis. Mis compañeros, también. Excepto uno. Llamémosle Saúl. Saúl es más joven que el resto. Es callado. No se duele con las críticas. Parece que escucha.
Pero no escucha. No escucha nada. Pasan los días, y él mantiene su sinopsis argumental. No le cambia una coma. El taller dura tres días. Continuará al cabo de unos meses, para revisar lo avanzado en nuestras historias. Llega el momento. Nos reunimos, y hablamos de lo que hemos cambiado. Saúl no ha cambiado nada.
Luego, averiguo que ha sido alumno del Máster que allí mismo se impartía. Un Máster de un año. Tras éste, los alumnos tenían la ocasión de exponer sus proyectos en la página web. Una muestra de cuánto habían aprendido. Saúl no fue menos. Encuentro su texto. Es la misma sinopsis argumental. La misma que luego no cambiaría. Ni una coma. En tres años, no ha querido que nadie le enseñe nada sobre nada.
Hay muchísimas posibles críticas a un taller de guión o literario. Pero algunas provienen de donde no son aceptables. Hay personas que acuden a estos talleres tan sólo para repetir, como un mantra –como un mantra contradictoriamente airado- que nadie te puede enseñar a escribir. Problemas de ego.
Somos unos niños. Sea esta generación nuestra, la sociedad, el capitalismo, el consumismo o una rara dolencia que aún haya que diagnosticar, tenemos un ego finísimo. Tan fino que lo queremos grande y bien armado.
Nadie quiere que le digan que su serie favorita tiene fallos. Nadie quiere que le argumenten que su autor favorito copia, a ratos, a otro, o que se repite, o que tiene altibajos. No. Paul Auster, Raymond Carver, Anton Chejov, son incuestionables.
Naveguen. Lean. Comprueben. Criben. Además de los extremos, comentarios halagadores o insultantes, hay un tipo interesante. Los de gente que corrigen o matizan informaciones o datos que dan los autores de los post o de otros comentarios. Lean las reacciones. La mayoría se encuadran en esa dinámica. Nada de “gracias por el dato”. Lo común es "me da igual tu aportación, yo de eso no sé ni tengo por qué. Si los comentarios son para corregir la ortografía es más común “tú lo que eres es un pedante insoportable”. Problemas de ego.
Nadie reconoce que sus informaciones pueden ser incorrectas. Nadie reconoce que, de hecho, se opina sin tener datos casi todo el tiempo. Nadie reconoce algo tan lógico, humano y comprensible como es que nadie lo sabe todo.
Así, es lógico que se creen corpúsculos de opinión. Los que siguen blogs que hablen de lo que te gusta y como te gusta. Grupos de escritores de relatos de un tipo, grupos de escritores y lectores de relatos de otro tipo, espectadores fascinados con The Wire, espectadores fascinados con Doctor Who. Los blogs se convierten en foros. Y ya sabemos lo rápido que un foro en Internet se convierte en una mayoría arrolladora; esto es, que arrolla a la primera oportunidad a quien disiente.
Yo creía que siempre nos había fastidiado lo tarde y lo mal que nuestros padres asumían las nuevas reglas de la sociedad. Y mírenlos. Ahora ellos aprenden a manejar Internet, los 4G y hasta son comprensivos con nuestra amoralidad.
Y mírenos a nosotros. Tan egocéntricos. Tan niños. Tan niñatos. Mi post, mis autores, mi libro, mi relato, mi guión, mi película es buena y ya está. ¿Quién eres tú para venirme a decir que me equivoco? Si, mira, mira bien, tengo a mi alrededor amigos y compañeros que me alaban. Si tengo a mi alrededor gente con egos tan frágiles que tampoco se atreverán nunca a decirme la verdad.