Las bravuconadas por parte de Corea del Norte y Estados Unidos están haciendo sonar los tambores de guerra en el sudeste asiático y haciendo temer al resto del mundo un nuevo estallido de las confrontaciones bélicas, a todos menos a los contendientes en la escalada verbal y militar. Al tiempo que el régimen de Kim Jong-un se muestra “gallito” con su proyecto balístico y nuclear, y amenaza con lanzar misiles contra los enclaves militares estadounidenses en la región si es atacado, el presidente más bocazas de Estados Unidos, el imprevisible Donald Trump, arremete con desencadenar una lluvia de “fuego y furia jamás vistos en el mundo” contra el insolente país que osa presentarles cara, sin arredrarse ante la imponente maquinaria militar yanqui que podría aplastarlo en un santiamén, si se lo propusiera realmente. Así llevamos con amenazas mutuas, en una escalada que pone los pelos de punta a quienes están en medio del conflicto (Corea del Sur y Japón, principalmente), desde que Trump llegara a la Casa Blanca con la idea de resolver por las bravas lo que la diplomacia y las sanciones económicas mantenían enquistado, pero más o menos controlado. Ese duelo de amenazas actual no tiene precedentes desde el fin de la guerra de Corea y de las periódicas escaramuzas fronterizas por un peñasco o unas aguas continentales en disputa. Nada de lo que alarmarse hasta que ambos enemigos manifestaron a las claras su disposición a usar armas nucleares, llegado el caso. Tal escalada verbal alcanza un nivel bastante serio y preocupante porque ambos lunáticos son capaces de cumplir sus amenazas.
La cosa comenzó a desmadrarse desde antes que Donald Trump arribara en Washington con los modales de un matón de barrio y desdeñara las contemplaciones y la paciencia mantenidas hasta entonces por Estados Unidos y la comunidad internacional con el cerrado y aislado régimen de Corea del Norte, una reliquia comunista de los tiempos en que ambas superpotencias jugaban al ajedrez geoestratégico en terceros países tras la Segunda Guerra Mundial. Allí, en la antigua colonia japonesa que ganó su independencia tras la última Guerra Mundial, ambas superpotencias libraron un enfrentamiento que acabó dividiendo el país en dos mitades: Corea del Sur, capitalista y aliado de EE.UU., y Corea del Norte, comunista y al amparo, primero, de la antigua URSS y de China, después. Pero aquella guerra nunca selló la paz y se mantiene latente, en “stand by”, gracias a un armisticio que no elimina totalmente las enemistades ni las desconfianzas.
Corea del Norte, un país receloso y pobre que mantiene en la miseria y bajo opresión a su pueblo, invierte, no obstante, a causa de esa guerra nunca definitivamente acabada, un porcentaje nada despreciable de su presupuesto en rearmarse hasta los dientes. Por ello aspira a convertirse en una potencia nuclear que le garantice el respeto, si no el temor, de los estados vecinos que lo consideran un anacronismo insoportable.
Tal es la razón, precisamente, por la que, desde finales del siglo pasado y principios de éste, Pyongyang está siendo estrechamente vigilado a causa de su programa para producir plutonio (material con el que se fabrica una bomba atómica) y, especialmente, por abandonar, en 2003, el Tratado de No Proliferación Nuclear e iniciar sus primeras pruebas nucleares y balísticas, algo inconcebible en un país que se declara pacífico y sin ambiciones expansionistas. Pero el comprensible anhelo de defensa, aun exacerbado desde esa paranoia que considera enemigo al resto del mundo, no justifica la posesión de armas nucleares ni las constantes amenazas y provocaciones que periódicamente exhibe, aunque sean para consumo interno y con la intención de elevar la moral de una población con un futuro más negro que incierto.
Pero a ello hay que añadir que, desde la llegada al poder del joven Kim Jong-un, un niñato con veleidades sanguinarias (asesina a sus opositores, aunque pertenezcan a su familia), la situación no ha hecho más que empeorar y multiplicar los desafíos. Con él como máximo líder, se ha acelerado el programa armamentístico hasta el extremo de haber realizado cerca de 80 pruebas con misiles de distinto alcance, entre operativos o en desarrollo, desde el año 2012, a pesar de las sanciones económicas y las resoluciones condenatorias de Naciones Unidas. Nada parece frenar la obsesión armamentista de la dictadura norcoreana. Y mucho menos las amenazas de Donald Trump, dispuesto a proseguir con la escalada retórica hasta donde sea innecesario e imprudente en un comandante en jefe del Ejército más poderoso del mundo. Se alimenta así una tensión que no resuelve el conflicto, entre otros motivos porque la opción de la fuerza bruta no exime las más que probables consecuencias indeseables a Estados Unidos y, menos aún, a los vecinos limítrofes con el foco del problema, como son Corea del Sur, Japón y la base aereonaval norteamericana de la isla de Guam, entre otros.
Basta recordar, para hacerse una idea del peligro de una confrontación armada, que 15.000 cañones de artillería, capaces de lanzar seis toneladas de obuses de 170 milímetros, están apuntando desde el norte de la zona desmilitariza hacia Seúl, con la letal capacidad de ocasionar, además de la muerte de miles de civiles surcoreanos inocentes, tal daño material que sumiría en una grave crisis a una de las economías más importantes de Asia, aparte de otros efectos negativos en las del resto del globo. Ya las simples escaramuzas verbales están despertando la desconfianza de los mercados y haciendo bajar las Bolsas internacionales desde hace varios días. Por eso hay que pensarme muy bien la opción militar que tanto parece gustar a Kim Jong-un y a Donald Trump, empeñados ambos en ver quién es más atrevido.
Antes de que la lluvia de “furia y fuego” arrase el país como se hizo en Vietnam (lo que no permitió ganar la guerra), Corea del Norte podría lanzar sus misiles y disparar sus cañones a la desesperada, sin que la totalidad del ataque pueda ser interceptado y neutralizado. Desde esa convicción es con la que advierten de su determinación de responder con misiles de alcance intermedio, que cruzarían los cielos de Japón, para atacar la base norteamericana de Guam. Un objetivo tan factible como el de Seúl y Japón en caso de desencadenarse las hostilidades. De ahí los llamamientos de la comunidad internacional por encauzar el conflicto por la vía del diálogo y la diplomacia. La desnuclearización de la península sólo se conseguirá desde el diálogo y la negociación, no desde la guerra. Por tal motivo la Unión Europea se pide calma. China, a pesar de su apoyo a la última resolución de la ONU que impone nuevas sanciones a Corea del Norte, también reclama sosiego a ambas partes. Y hasta en el propio EE.UU. comienzan a verterse críticas entre demócratas y republicanos por la manera que el presidente Trump conduce la crisis mediante amenazas y comentarios en twitter. Incluso su secretario de Estado, Rex Tillerson, llama a la calma. Y es que, si temible es el líder norcoreano, también lo es el demagogo e imprevisible presidente norteamericano. Eso es precisamente lo preocupante de este redoble de tambores: es producido por dos chiflados que juegan a la guerra, sin importarles las consecuencias que puedan tener para los demás, a los que pertenecemos al resto del mundo. Maldita la gracia.