Revista Cultura y Ocio

Tango

Por Diebelz
Había días donde mis pies me lastraban cansinos pero con ansias hacia aquel lujoso centro comercial. Un lugar que se va ajando, agrietando con el paso de los lustros, décadas y siglos. Su glamour de épocas apagadas solamente conoce un testigo que es el nombre que cuelga de él. Sea como fuere, los fantasmas siguen encendiendo las vertiginosas lámparas que alumbran desde los inflados techos el inmenso espacio. Suenan taconeos, pasos pausados; los bandoneones rebotan sus desaires contra las columnas y las oscuras paredes. Me adentro a tientas hasta el infinito del interior del Harrods. Los sonidos enredados comienzan a consolidarse. Si, es tango. Tango.
Tango es una palabra que no tiene definición. Como mucho, "el tango solamente se entiende cuanto más te acercas a los treinta años", tal y como confesaba un artista cuyo nombre he olvidado. Me acodo en una columna y pienso en la definición exacta del tango. Me muerdo el labio inferior mientras observo los convexos, dorados limones que cuelgan destellantes sobre nuestros bombines de sordos galanes sin chaqueta de juerga. El tango podría ser un mareaje, un recorte de ola que recuerdo con las farolas apagadas del olvido, una miríada de sueños que vuelan sobre la exosfera, una sombra de pichuco que se me cose en los talones...¡qué se yo! Tango podría ser un enamoramiento de delirio; una antología inclasificable, poesía. Desde el tango orquestal del Rey del Compás, pasando por la yumba rompedora de Osvaldo Pugliese, los cantos aislados del Varón del Tango, del Morocho del Abasto, la voz piantada del Polaco Goyeneche, la queja dedal del fueye de Aníbal Pichuco Troilo, la revolución en quintento del insurrecto Astor Piazzolla, hasta la voz femenina que nadie menos Adriana Varela podía emitir, el tango siempre fue un corazón sobre la frente marchita y una razón que parte de los pies.
Tango Festival de Tango en el antiguo Harrods de Buenos Aires.
A mis costados se acoplan las voces y las miradas curiosas, cercando el espectáculo que se enreda desde las puntillas y el tobillo hasta el torso de cada componente que danza un tango por mero placer. La gente de a pie se complementan sobre un escenario de caoba. Mis pupilas se marean buscando los pasos pero si, contemplo que hay parejas que destacan, otras más modestas y terceras que lastran sus pisares con cautela. Y en este malevaje de tango, me fijo en dos parejas antagónicas. Una es el asombro de todo el público que rodean boquiabiertos la pista. Un hombre alto, engominado, con sonrisa profident y sus ojos sepultados, dirige a una malena del tango, una mujer hermosa, seductora en su mirada furtiva. Esquivan al vuelo al resto de parejas, vuelan hacia una plaza de los maestros. Mientras los espectadores siguen sus enredos, yo me fijo en otra pareja. Indiferentes ante la maraña que se teje a golpe de taconeo, la envejecida pareja roza sus mejillas. Intentan no perder el equilibrio en su tambaleo sempiterno. Sonrientes se susurran con los ojos caídos. La mujer, con su emblanquecido pelo, deja que su pareja se tome el tiempo necesario para decidir el paso a dar. El viejo se mira los pies de betún, vibra su arrugado rostro y decide tras medio minuto el punteo a dar. Y siguen bailando como si el tiempo no sopesara su existencia.
Finalmente, llega la hora de la ficticia decisión. El jurado -en el cual me integro- comienza a puntuar a cada pareja. Algunos festejan su modesta puntuación, otros lamentan un fraude y hay terceros que cruzan culpas con su pareja de baile. Al llegar la hora de la vieja pareja, el tribunal alza la puntuación: 2.4; 4; 1; 10; 3; 4; 2. La muchedumbre comienza a cuchichear su asombro y la pareja del engominado y la seductora malena se acercan a la mesa, dirigiéndome un ceño fruncido.
- Pero, ¿Vos habés visto la pareja o un partido de fútbol? -me pregunta el hombre notoriamente descontento por mi alta puntuación-. ¡Andate a tu país, gaita!¡Qué sabés vos de tango!
Una de mis cejas se curva y sonrío a lo Humphrey Bogart.
- Amigo, es que son tango.




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