La neumóloga me pidió que me hiciera una revisión de la alergia y que volviera a la consulta en un par de meses. Eso me lo dijo en enero, no está mal: he tardado cuatro meses en hacerla caso.
Ayer fui al alergólogo. Con el bebito.
Desde el domingo, está en plan insoportable. Es la típica expresión que toda embarazada jura y perjura que nunca dirá de su hijo, hasta que llega un día en que se da cuenta de que no hay otra. Los bebés tienen rachas muy malas y hay que vivirlo para saber la paciencia y templanza que se requiere. El caso es que desde el domingo debe estar con otro achuchón de la boca, en concreto, de una paleta de arriba y un incisivo de abajo. Eso unido a la frustración que le produce querer gatear y ponerse de pie, sus dos obsesiones, dan como resultado un bebito que lo único que hace cuando está despierto es gritar / gruñir / llorar.
Con este panorama, decidí que si estaba muy cabreado cancelaría la cita, por enésima vez. Después de una mañana entera llorando, al mediodía le di apiretal y le noté más relajado. Hubiera querido dormirse, pero a las 16.30 tenía el médico, así que no pudo. Mala cosa.
Estuve con el alergólogo 30 minutos en la consulta, poniendo a prueba su paciencia. El hombre es muy atento y estuvo muy interesado en todos mis problemas durante el embarazo, me hizo tantas preguntas que creo que podría escribir una tesis sobre mi caso. A continuación me hizo las pruebas de la alergía y me mandó fuera a esperar 15 minutos.
Como ya se estaba cabreando, aproveché para darle la merienda. La sala de espera se giró (literalmente) en sus asientos para contemplar el espectáculo. Estupendo, ¡me encanta tener espectadores!. Mi hijo decidió desplegar todas sus dotes artísticas, interceptando la cuchara en plan kung fu, para regocijo del público que decía cosas cómo: qué mono, mírale, que no quiere la merienda.
Yo no levantaba la cabeza, concentrada en mi tarea. Hasta que a mitad del potito de pera, un certero movimiento hizo volar la cuchara y su contenido por toda la consulta. Dios, ahora sí que la hemos liao. Encima, se ha quedado sin terminar la fruta porque no tengo otra cuchara.
Pasé al biberón. El bebito estaba ya de mala leche, así que a cada trago se atragantaba de puro nerviosismo. Esta vez silencio, el público estaba a la espera de un final apoteósico.
Pero no, previsora que es una, me las apañé para cogerle con un brazo mientras recogía nuestro rastro con el otro y justo en ese momento nos llamaba el médico.
Veredicto: alergia a todos los hongos conocidos y por conocer, especialmente al cladospodorium. Y a las arizónicas. Positivos también, aunque leves, una gramínea que crece en el cesped o nosequé, el cenizo.... No sé, unas cuantas cosas más.
Mi hijo mientras lanzado en plancha sobre la mesa, tratando por todos los medios de alcanzar y tirar el portátil del alergólogo. Yo sujetándole con una mano porque el otro brazo lo tenía enseñándoselo al médico. Un show.
El remate final: la auscultación. Le dejo en el carro. Comienza a gritar como un poseso. Estoy por decirle al señor que no me ausculte porque, total, no creo que oiga nada. Empiezo a sudar como un choto.
El hombre no tiene prisa, se pone a contarme su punto de vista del tema con todo lujo de detalles, mientras el bebito pega berridos, se revuelve en el carro y se pone colorado como un tomate listo para hacer salmorejo. Sudo a mares, tanto que noto que el pelo se me está quedando ya pegado a la nuca.
Cuando salgo de allí veo que ha pasado ya una hora desde que entré por primera vez. Menudo retraso lleva el tío. Salgo a la calle precipitadamente y... silencio.