Ayer noche volví a ver la película de Richard Fleischer, Viaje alucinante (1966), no excepcionalmente considerada por la crítica, pero una experiencia deliciosa para una tarde de viernes, o de domingo. Es la historia de una aventura hacia los confines del cuerpo humano, pero también la experiencia compartida de quienes, motivados o forzados, viven el desasimiento en el más absoluto de los confinamientos. Ahí, miniaturizados, siendo reducidos al tamaño de una bacteria, deben adentrarse por la arteria carótida para matar el tumor de un científico poseedor de información que cambiaría el acontecer de la Guerra Fría. Y, junto a ellos, Fleischer consigue que también el espectador acabe experimentando el vértigo de quien no tiene más remedio que ser reducido hasta nivel de lo microscópico, llevado por la tendencia a ser radicalmente otro. ¿Para quién puedo ser si me he apartado definitivamente del mundo de lo macroscópico? Pero es ahí, precisamente, como el submarino Proteus puede cambiar el rumbo de la historia. De lo invisible -así lo anunció un siglo atrás el Romanticismo alemán- lo visible puede adquirir una nueva manifestación. Deliciosa película para una tarde viernes, o de domingo.