En abril de 1981, Josep Tarradellas remitió una carta al entonces director de La Vanguardia, Horacio Sáenz Guerrero, que más que una misiva es todo un tratado visionario del espectro socio-político catalán. Cuando aquel texto vio la luz, Jordi Pujol llevaba menos de un año instalado en el Palau de la Generalitat. Tarradellas, que le había precedido tras su vuelta al país en 1977 desde el exilio en Francia, atisbó ya entonces con suma clarividencia por dónde iba a discurrir la gobernación del líder convergente: por la senda de la ruptura, el sectarismo y el victimismo. En la carta, el expresident le espetaba a Pujol y los suyos “que fueron ellos los que para ocultar su incapacidad política y la falta de ambición por hacer las cosas bien, hace ya diez meses que empezaron una acción que solamente nos podía llevar a la situación en que ahora nos hallamos”. Tarradellas se lamentaba de que todos los puentes que él levantó con el gobierno central durante su mandato, fueran volados por un ejecutivo que le recordaba, en algunos aspectos, al que rompiera con España en 1934 y presidiera Lluís Companys.
Aquel texto, imprescindible para entender la pronosticada deriva nacionalista, advertía de que el fin último sería imponerse ideológicamente y sin contemplaciones al concepto de España. Una de las pruebas evidentes que constató su autor fue el día en que traspasó la presidencia del gobierno catalán a Pujol. La intención en ese solemne acto era acabar su alocución con sendos vivas a Cataluña y a España, porque entendía que “debían ir unidos en sus anhelos comunes”, una circunstancia que el nuevo president consideró improcedente. Tarradellas, haciendo gala de su prudencia reconocida, declinó provocar un escándalo, que hubiera resultado mayúsculo en aquellos tiempos tan convulsos de por sí. Otro de los aspectos destacados del documento hace referencia a lo que calificaba de “alocada política” lingüística emprendida por el naciente ejecutivo. Él, firme partidario del pacto y el consenso, recordaba cómo sin mayor trascendencia, durante su mandato, se firmaron acuerdos para que la lengua catalana se introdujera en las escuelas, posibilitando que un millón de alumnos iniciara su aprendizaje. Se trataba de un poderoso argumento que anteponía a la política partidista de los casi recién llegados.
En ocasiones posteriores, alzar de nuevo la voz contra el pujolismo emergente [“La gente se olvida de que en Cataluña gobierna la derecha; que hay una dictadura blanca muy peligrosa, que no fusila, que no mata, pero que dejará un lastre muy fuerte”] le costaría a Tarradellas un intento de purga, cuando hasta se hurgó en los archivos alemanes para intentar relacionarle con un delito de delación en la persona de Companys, fusilado por los franquistas. Aquel execrable intento, como era de esperar, resultó baldío. En contraste, su carta fue el vivo ejemplo de un hombre digno hasta lo más íntimo de su ser. Esa dignidad que algunos descubrimos cuando, ya en 1977, desde el balcón del Palau de la Generalitat, exclamara, luego de pisar tierra catalana tras un prolongado exilio, el emblemático y recordado “Ciutadans de Catalunya: Ja sóc aqui!”. O en el contenido del informe que el entonces teniente coronel Andrés Cassinello, adscrito en esa época al servicio de inteligencia, remitiera al presidente del Gobierno español, Adolfo Suárez, tras visitarle meses antes de pactar su regreso a Barcelona: “Hay que entrar en su casa, en la que todo es pobreza, para entender su dignidad. Vive en un llano muy frío del centro de Francia, con una calefacción tibia, sin baño, con muebles que no usan ni los suboficiales, y con el único lujo de una buena biblioteca y un tocadiscos. Una hija subnormal (Montserrat, con síndrome de Down) y una mujer callada. No hay criados, ni secretarios”. Un hombre íntegro, con sólidos principios cimentados en otra época para vivir la política. Y quizá, posiblemente, el último estadista catalán que haya dado la historia.