Revista Comunicación
COMENZAREMOS CON UNA obviedad: los taxistas están en su derecho de organizar cuantas protestas consideren oportunas para reivindicar la limitación de las licencias de VTC (alquiler de vehículos con conductor), que usan las compañías Uber y Cabify.Decisiones judiciales como la del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña manteniendo la suspensión cautelar del reglamento metropolitano (Área Metropolitana de Barcelona), que restringe la concesión de licencias, pueden afectar a la supervivencia de un sector que, de un lado, presta un servicio público esencial y, de otro, da trabajo y sustento a miles de familias. El TSJC vetó el intento de la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, de limitar el mercado por su cuenta sin tener competencias, y es Fomento ahora el que tiene la última palabra si actúa, como le exigen, por decreto.Ya 2015, se fijó por ley el límite de una licencia de VTC por cada 30 de taxi pero, en la práctica, este baremo ha dejado de cumplirse. Y no solo eso, sino que la situación puede agravarse con las 10.000 autorizaciones VTC que aguardan su trámite en los juzgados. Y no es un tema menor dado que, desde el punto de vista jurídico —es lo que tiene vivir en un Estado de derecho—, no debe ser fácil retirar retroactivamente unas licencias que en su momento se concedieron de forma legal. A partir de ahí, lo que no resulta admisible es utilizar a los usuarios como rehenes de sus reivindicaciones laborales. Por muy justo que pueda ser lo que plantean. Si cada vez que un colectivo, que viera comprometidos sus derechos, se echara a la calle de la forma que lo ha hecho este gremio, por ejemplo en Barcelona, con episodios de coacción y violencia, esto sería sencillamente la ley de la selva.Los taxistas tienen todo el derecho del mundo a exigir claridad normativa y a acabar con una competencia desleal que está desangrando el sector. Pero la competencia es inevitable, mal que les pese, porque eso forma parte también del sistema capitalista y de la economía de mercado. Es inevitable y, con frecuencia, bastante saludable. Entre otras cosas, porque a ellos mismo ayuda, aunque parezca un contrasentido, y beneficia a la sociedad.Lo que toca ahora, y esa es la tarea fundamental del Gobierno central, es blindar la seguridad jurídica del sector para que pueda restablecerse cuanto antes la normalidad. Y esa normalidad pasa, entre otras cosas, por hacer que el ministro de Fomento, José Luis Ábalos, cumpla y haga cumplir el acuerdo con la proporción de una licencia privada por cada 30 de taxi. El más difícil todavía, pero no queda otra, es conseguir un “convivencia equilibrada” entre el taxi y los VTC.Ahora bien, lo que está ocurriendo estos días no es una huelga indefinida. Y no lo es porque en cualquier huelga hay unas reglas de juego y unos derechos que (también) asisten a los usuarios. Esto, en cambio, tiene el aspecto de ser un cierre patronal, con todo lo que eso supone e implica. Dejar sin servicio el aeropuerto de Barajas o la estación de Atocha, así a las bravas, y no fijar unos servicios mínimos, más allá de los que ellos han establecido sin porcentaje ni supervisión, no les está granjeando muchas simpatías, por muy legítimas que puedan ser, repito, sus aspiraciones.Los taxistas —y odio hablar de forma genérica—, deberían hacer el sano ejercicio, si es que no lo han hecho ya, de plantearse por qué tantos usuarios prefieren a Uber o Cabify. ¿Solo por el precio? ¿Solo porque es algo más cool? Seguro que no. De todos los conflictos se aprende, y los taxistas, una vez superado este episodio, deberían aprender a conectar con la ciudadanía. De momento han conectado, y muy bien, con Podemos, en un sorprendente volantazo político digno de análisis. Pero no es suficiente. Los representantes del sector deberían saber que para que, de una vez, puedan ganar la guerra, necesitan contar con el favor de la opinión pública. Y ese es, de momento, su auténtico talón de Aquiles.