Revista Opinión

Te Anau:un remoto remanso de paz en el camino

Publicado el 15 marzo 2019 por Carlosgu82

Un cuadro, una escenografía, un artificio; eso era lo que parecía las vistas que ofrecía aquel remoto sitio de Nueva Zelanda donde había ido a parar. Estar en Te Anau fue para mí como estar dentro de una postal. Lo sentí desde el momento en el que llegué hasta el momento en el que me fuí.

Tras un par de horas de viaje, el bus que me había traído desde Queenstown me dejó en el pequeñísimo centro de Te Anau, el cual consta de una sola calle con unos pocos comercios, algunos restaurantes, un par de supermercados, un banco y una biblioteca.

Camine en dirección al hostel y a los pocos metros de marchar quede frente a frente al hermoso lago que circunda gran parte del pueblito y que tanto lo caracteriza. En el fondo las montañas recortaban el horizonte con sus monumentales formas, las cuales también se veían reflejadas en las cristalinas aguas.

El sol brillaba intensamente en lo alto de un cielo azul y despejado en aquella calurosa mañana de noviembre mientras bordeaba el lago con mi mochila de 65 litros a cuesta dejando que la paz de Te Anau llenara todo mi ser. La dicha que sentía volvía a desbordarme el pecho; volvía a sentirme la persona más afortunada de la Tierra solo por poder contemplar paisajes de ensoñación desplegandose ante mi vista.

No tardé casi nada en llegar a la puerta de Te Anau Lakefront Backpackers, el cual como su nombre lo indica estaba justamente enfrente al lago. Entré y me presenté. En la recepción no estaba Irene si no que había un hombre de mediana edad y complexión grande trabajando en una computadora que  me dio la bienvenida. Se llamaba Dean y era el dueño del hostel.
Me recibió con una gran sonrisa y me condujo a donde viviría: una pequeña casa en el fondo del hostel llamada The Cottage en donde también vivía el resto del staff.

Tal y como previamente Irene me había explicado por email, la habitación era compartida con otras tres personas y enseguida al llegar tuve oportunidad de conocer a algunos de mis otros compañeros de trabajo quienes eran principalmente de Alemania y de Francia. Todos eran amables y simpáticos y me agradaron inmediatamente. Es certero decir que me sentí a gusto  desde el primer momento: el sitio era acogedor y encima estaba ubicado en una zona increiblemente bella.

Tras dejar mis cosas y mantener alguna breve conversación con mis flatmates, salí a dar una vuelta para conocer más a fondo el lugar donde trabajaría y confirmé lo que ya había intuido en el primer vistazo: Te Anau Lakefront Backpackers era un hostel tan hermoso como amplio. Dividido en tres grandes edificios contaba con cómodos livings, sala de DVD, cocinas muy bien equipadas y unos jardines realmente bonitos que hasta tenían parrilleros. Las habitaciones iban desde los típicos cuartos compartidos para mochileros hasta elegantes habitaciones privadas, algunas con sus propias pequeñas cocinas y otras incluso con enormes ventanales que ofrecían unas vistas increíbles del lago y las montañas. El sitio entero se sentía como una suerte de mezcla entre hostel y hotel, combinación que me resultó muy atractiva.

Ese primer día en Te Anau solo lo aproveché para familiarizarme con mi nuevo hábitat porque recién al otro día comencé a trabajar. Mis tareas al principio consistieron básicamente en limpiar los baños y las cocinas y tras una semana recien empece como housekeeper, haciendo camas y limpiando las habitaciones. Afortunadamente me adapté muy rápido a la dinámica de trabajo; las tareas no eran pesadas, el horario se hacía corto y mis colegas eran fabulosos (incluida Irene quien resultó ser una encargada excepecional). Siempre había un buen ambiente muy distendido y ameno que hacía todo muy llevadero.

No obstante a pesar de estas buenas cosas, un trabajo part time no era suficiente de acuerdo a mis objetivos de ahorro en tierras kiwis y no tardé en salir a buscarme un segundo empleo part time para la tarde/noche en el pequeñísimo centro del pueblo aunque siendo Te Anau un lugar tan remoto y chico imaginé que las posibilidades de encontrar otro trabajo serían inexistentes.

Lo cierto es que estaba muy equivocado porque sucedió que después de dejar curriculums en los pocos restaurantes que había en el pueblo y tan solo transcurrir un día de espera, me llamaron no de uno, si no de dos restaurantes para ofrecerme empleo como kitchen hand. Al parecer había llegado en el mejor momento (el comienzo de la temporada alta) y no había tanta demanda.Sorpresivamente Te Anau, el lugar que menos podría haber sospechado,  me había abierto rápidamente todas las puertas y me había dado el cobijo que Auckland nunca me había dado. Te Anau me permitió dejar atrás con facilidad todos mis miedos, inquietudes e inseguridades.

El sitio que elegí donde trabajar fue en La Dolce Vita , un restaurante cuyo propietario era chileno y cuyo staff era mayormente latino. Lo elegí porque en comparación al otro, el ambiente me resultó más tranquilo y agradable. Me llevé muy bien desde el comienzo con Ingrid y Yanet, las chefs chilenas con las que trabajaría y a las cuales ayudaría limpiando todos los utensilios de cocina, así como también preparando variedades de postres y pizzetas.

Como ayudante de cocina las tareas fueron realmente desafiantes pero al igual que en el hostel, logré adaptarme con bastante rapidez a la dinámica del ambiente (esto no fue algo menor teniendo en cuenta que era la primera vez que trabajaba como kitchen hand). Sabía que Nueva Zelanda estaría llena de desafíos no obstante lo curioso es que cuando solía pensar en la clase de experiencias que me esperarían, me imaginaba de entrada trabajando en fábricas o en el campo, más precisamente juntando kiwis…trabajos típicos en los que la gente suele pensar al proyectar la que puede ser la experiencia de working holiday visa en aquel país. Pero con el tiempo descubriría que la tierra de la larga nube blanca insistiría en sorprenderme en más de una ocasión con experiencias laborales inesperadas.

Con un segundo trabajo part time garantizado y sintiéndome tan a gusto como en general me sentía, decidí que me quedaría un buen tiempo en Te Anau. La idea de pasar el verano entero en aquel pueblito aislado que tan bien me había recibido, me pareció lo indicado y así lo hice.  Porque cambiar los edificios por las montañas, el bullicio del tránsito por el murmullo del lago, el ajetreo de avenidas llenas de gente por la tranquilidad de calles casi desiertas, había calmado definitivamente mi cabecita y silenciado todos mis conflictos internos.

Y así fue como en el transcurso de los siguientes meses aquel rincón de Nueva Zelanda se convirtió en mi mundo, mi realidad, mi hogar. Donde viví tantas cosas hermosas, donde conocí a tanta gente increíble, donde me sentí tan vivo. Donde de tanto en tanto, a pesar de lo cansado que estuviera, nunca permití que la rutina me distrajera de tomarme un momento todos los días para contemplar las majestuosas montañas en el horizonte y la belleza cristalina del lago. Donde a pesar de que transcurriera el tiempo nunca dejé de sentirme como viviendo dentro de un elaboradisimo sueño en el que, de alguna forma, el viejo Gabriel oficinista que vivía en Uruguay se había autoinducido con la mirada perdida en el paisaje del fondo de pantalla de su computadora mientras imaginaba aventuras en horizontes lejanos.

“La vida tiene más imaginación que todos nuestros sueños juntos” dijo alguien una vez. A veces es tan cierto…


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