¡Clac! El hervidor acaba su tarea. Tan solo el borboteo del agua, ya serenado, fractura el silencio. Chssssss... el vapor se escabulle mientras lo vierto a chorro sobre una bolsita de té.
Saco una taza del armario de las tazas. No me hace falta escogerla. Su asa se dispone hacia fuera, accesible, poniéndome fácil su obtención de entre otras. Es del tipo mug, loza blanca, rota en azul índigo por un grabado de estilo clásico. Edinburgh, reza en letras elegantes, suspendidas sobre la vista de un castillo. El calor de la infusión de té verde parece dilatar la silueta del edificio, imponente construcción levantada sobre roca volcánica que ahora recobra el fuego que hace siglos se la inventó. Agito con una cucharilla una pizca de azúcar, tin tin tin... Golpeo el acantilado, abrupta madre cuyo corazón late así en la ciudadela.
Prescindo del asa. Me gusta abrazar la cerámica con las dos palmas y tantos dedos como quepan sobre ella. Sorbo con tiento: otras veces la flama me hirió la lengua. El calor humeante me nubla los ojos, cortina de niebla espesa sobre el Monumento a Walter Scott y su piedra ennegrecida por la contaminación añeja. Camino sobre piedras mojadas, entre tabernas y casas medievales que reavivan entre sus paredes todos los mitos imaginables.
Vuelvo a fijarme en la ilustración del viejo castillo, finas líneas en relieve sobre la cerámica. Llego a éste por una cuesta empedrada, alcanzo cada una de sus terrazas y la más alta de sus torres, enfriadas ya. El té se termina, y también el fuego. Mi viaje se agota pero las sensaciones perdurarán.