(Publicado en la revista Familia, diario El Comercio, Quito, el 25 de enero de 2015)
Tener el alma infantil no es malo. La capacidad de maravillarse ante el mundo exterior es la base de la creación artística. Un escritor debe asombrarse de sus sensaciones.
Esto me vino a la mente al observar un rasgo infantil que permanece en muchos jóvenes y hasta en gente madura: la extraña mezcla de atracción y repulsión por el horror sobrenatural. Hay niños que se tapan un ojo para ver una película de terror, como si entonces se asustaran a medias; el lado oscuro de la fuerza los atrae al abismo.
En el ensayo El horror sobrenatural en la literatura, el poeta maldito Lovecraft afirma: “El miedo es una de las emociones más antiguas y poderosas de la humanidad, y el miedo más antiguo y poderoso es el temor a lo desconocido”.
Uno ve esas obras de terror y empieza a ver patrones que se repiten. Por ejemplo, siempre son seres indefensos (niños, jovencitas débiles, ancianos) quienes se enfrentan a las fuerzas oscuras. Me pregunto, ¿cuándo veremos filmes con estos títulos?: La Roca contra la momia, El príncipe Felipe contra el conde Drácula, 007 contra 666, Viernes 13 contra martes 7. Hay también nombres engañosos: El Aro no es un documental japonés sobre basquetbol.
Además, los directores terroríficos son unos… ya saben. En Líbranos del mal vemos un objeto que se mueve, solo para descubrir que no era un fenómeno paranormal sino la obra de un inofensivo ratón. ¡Más el susto, canalla!
Sinceramente, me fascinan los misterios al estilo de Alfred Hitchcock y considero increíble la primera versión del Exorcista. Pero odio las películas que derraman más sangre que una guerra mundial o que parecen propaganda de salsa de tomate.
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