Había escrito cien veces: te quiero, pero no como un castigo, aunque lo fuera. Cien veces aparecía “te quiero” escrito como el último intento terapéutico de salvarme de este sin vivir.
Cada vez que escribía te quiero lo hacía rasgando el papel, intentando convertir en verdad cada trazo de mi caligrafía, volcando todos mis sentimientos en el papel.
Pero el esfuerzo fue totalmente vano. No me podía forzar a quererte, no conseguía olvidar tu desagradable cara, tus gestos insoportables, tu altivez y desdén impropios de alguien digno de ser amado.
Es evidente que te odio. Y me gustaría quererte igual que se quiere a otros seres sin alma como los vampiros o los modelos que se deleitan en la observación de su reflejo en el espejo.
Definitivamente te odio. Pero tendré que aprender a vivir con este odio destructivo porque los espejos tiene algo hipnótico que me invita a hablar solo.