I
La gitana me observó desde la profundidad de su mirada, los verdes ojos, poseedores de una recóndita sabiduría, parecían leer mis pensamientos. Su ronco y extraño acento fluía cadenciosamente de los ajados labios, mientras sus manos extendidas hacia mí insistían suavemente:
– Cógelo, bonita. No te cuesta nada más que aquello que quieras darme. Anda, no me dejes con las manos extendidas.
Dudé, tal vez anticipando en lo más recóndito de mi ser, las consecuencias funestas de la elección que finalmente hice. Cogí el brazalete, con ayuda de la gitana lo coloqué en mi muñeca, le di tres billetes arrugados a la anciana y seguí mi camino, mientras la misteriosa mujer lanzaba exclamaciones aparentemente gozosas, en lo que parecía ser un antiguo dialecto de lengua romance.
Mis últimos recuerdos de ese día los enumero y los repito en mi mente una y otra vez, tal vez buscando la manera de exorcizar los demonios que se desataron, parecidos a una jauría de lobos hambrientos persiguiendo a la rápida liebre en medio de una tormenta de nieve.
Evoco las imágenes del brazalete emitiendo débiles destellos, bajo la pálida luz del sol moribundo. La brisa fría rozando mi rostro, los rostros sonrientes de mis compañeros de viaje y sus chanzas por haberme dejado pillar y ceder ante la insistencia de la gitana. Rememoro la noche última que pasé con mis amigos, las copas de vino entrechocando suavemente entre sí, oyéndose como un murmullo refulgente por encima de la música lejana, las risas, los guiños de ojos. Hago reminiscencia de los bailes torpes, los besos de buenas noches huérfanos de malicia, la mullida alfombra sobre la cual con descuido lancé mis zapatillas, una vez despojé mis pies de ellas. Evoco la suave almohada y el colchón ortopédico sobre el cual dejé caer mi cuerpo cansado y ligeramente ebrio.
II
Y he aquí que de pronto los lacerantes dolores en mi cuerpo aterido me obligaron a abrir los ojos para intentar enfocar la mirada hacia algún punto medio e inexistente, perdido en el espacio. Poco a poco el olor a orín penetró con rudeza entre mis fosas nasales obligándome a contener las arcadas que libraban una gran e intensa batalla en mi tubo digestivo.
Pasados los primeros minutos de interrogador desconcierto, acerté a mirar mis manos y mi cuerpo. Lo primero que observé fue el brillo alegre del brazalete. Su perverso resplandor me hizo pensar en una bofetada propinada a un adolescente inseguro en medio de una fiesta familiar, acompañada de carcajadas colectivas.
Mi cuerpo helado lucía una extraña y larga vestimenta. Quedé abstraída observando la apariencia de mi atuendo hasta que unas voces feroces me hicieron volver a la realidad:
– ¡La ladrona!, ¡la ladrona!, ¡ahorquen a la ladrona!
No tuve peor idea que arrastrar una roñosa butaca por debajo de los altos barrotes, alzar mis manos para aferrarme a ellos e impulsarme hasta encajar apenas mis mejilla entre los hierros fríos. Aún jadeaba por el esfuerzo realizado, cuando lo que parecía un tomate podrido se estrelló sin contemplación alguna sobre mi perlada frente, realizando el puré de tomate más hediondo e instantáneo de toda la historia de la humanidad.
Concluí entonces que la ladrona era yo.
III
No tuve tiempo de llorar, pues justo en ese intenso pero corto instante de esfuerzo, mi mirada se topó con la suya, cargada de amor y de desespero. No hubo palabras, pero descifré el lenguaje secreto de la contemplación enamorada que prometía sacarme del infierno en el que literalmente había despertado.
Se veía tan apuesto, con su negra y abundante cabellera peinada hacia un lado. Parecía temerario, avanzando con cautela entre la multitud, como el león que está preparando el zarpazo mortal que terminará con la vida de su presa. Mirar y acercarse, ese era su juego; peligrosamente, con determinación, como si el mundo no existiese más allá de los barrotes y el puré de tomate que nos separaba. Ese pensamiento me hizo sonreír, tanto que mis manos resbalaron y caí sobre mis posaderas antes de poder extender mi mano para aferrarse a la suya. O al menos pensé que eso haría él.
Mi sorpresa fue mayúscula cuando recuperada raudamente de mi caída, retomé mi escalada y descubrí su hermoso rostro disfrazado con una máscara de odio, que aún entonces comprendí era fingido. Aplastó el último tomate del puré sobre mi cabeza y sentí que haló mi cabello. Entonces el mundo se apagó y me dejé caer para sentarme en el suelo a llorar, en medio de la podredumbre a la cual ahora abrazaba como se hace con una entrañable amiga a la cual has dejado de ver por unos días pero a cuyo abrazo te aferras como si hubiesen pasado siglos desde el último adiós.
IV
Creo que me quedé dormida y desperté con el canto de unos gallos perezosos, mientras la luz del sol pugnaba por iluminar la oscura celda. Me moví bruscamente y algo resbaló de entre mis sucios cabellos.
Un minúsculo pergamino.
Lo desenrollé. Aún olía a tomate podrido, pero esa fetidez se convirtió en el elixir restaurador para mi alma atormentada.
“Te sacaré de aquí”
Nunca pensé que sólo cuatro palabras, catorce letras, ocho de ellas vocales y el resto consonantes, me generaran tanta alegría.
“Te sacaré de aquí” y me pareció oír el rumor del mar y los cascos de un caballo salvaje galopando sobre la arena besada por las olas.
“Te sacaré de aquí” y me sentí valiente, aventurera y enamorada.
V
Hasta que me sacaron efectivamente, pero nos los fuertes brazos del misterioso causante de mi regocijo. No. Me arrastraron como a una muñeca de trapo unas torpes y gordas extremidades que semejaban los perniles sudados y peludos de un horrible mamut originario del Pleistoceno.
Nunca me pareció tan funesta la luz del astro solar, como aquella terrible mañana en la cual la observé brillar por detrás de la soga que esperaba pacientemente por la llegada de mi elegante y frágil cuello; balanceándose perversamente con la brisa fría de la alborada. Mis dientes castañeaban. Aún no descifro el misterio de por qué lo hacían, si por frío o por miedo.
Mis bien nutridos carceleros me arrojaron sobre el cadalso como si portase la peste. Me bastó una ojeada entre la multitud ávida de justicia, estiércol y muerte, para saber que él no estaba. Sentí cómo una estocada se me clavaba en el pecho cuando comprobé la ausencia de mi salvador. El que pretendía sacarme de entre los barrotes, no tuvo la amable gentileza de por lo menor irse a despedir de mi aterrorizada humanidad en la hora de mi muerte.
Entonces mi amor se convirtió en rabia, despecho, odio y venganza.
Morí. Literalmente morí esa mañana funesta. Lo último que mis ojos vivaces observaron fue el aciago brillo opaco del brazalete. Me avisaba que mi existencia se desvanecía conforme la prenda se apagaba.
Juré vengarme y mientras lo hacía, terminé de morir.
VI
Aun no entiendo qué capricho del destino me condujo a mirar a la maligna gitana que me vendió el brazalete siniestro que me sacó de mi época y me condujo a otro tiempo en el que asesinaban a las personas en la horca.
Aún no sé por qué él nunca llegó a tiempo para salvarme, después de haber dejado constancia escrita de su promesa, entre los mechones de mis cabellos mugrientos.
Sólo sé que desde ese día, sus ojos no volvieron a mirar a mujer alguna, con una décima de la intensidad con que miraba desesperadamente mi rostro sin vida. Su corazón se marchitó tanto con la carga del sufrimiento, que no conoció el amor aún en la decrepitud de sus años. Sus manos envejecieron sin haber recibido más contacto que las mías, yertas y frías. Su cabello nunca rozó con más devoción otra frente que aquella sobre la cual resbalaban las semillas profanas de tomate. Sus lágrimas tampoco fueron derramadas tan copiosamente, como lo hizo aquella mañana preñada de muerte.
Y ahora vago sin rumbo literalmente pegada a su costado y lo enloquezco susurrándole un secreto al oído. Algunas veces, en mis momentos de sobriedad, esos en los cuales el odio deja de embriagarme, me pregunto por qué lo enloquezco, por qué lo atormento y decido dejarlo en paz.
Pero entonces recuerdo lo infeliz que me hizo sentir su promesa no cumplida y el resentimiento vuelve a anidarse y crece en mis entrañas, como lo hace una gigantesca planta trepadora llena de espinas, en la tierra fértil que la hace crecer de forma precipitada.
No sé en qué me he convertido, ya no sé quién soy, pero conforme yo lo persigo a él, al incumplidor de sus promesas, el maldito brazalete continúa brillando más que nunca; decorando mi muñeca esquelética de fantasma vengativo, mientras mis labios de músculos inexistentes balbucean en su oreja, con la intensidad de un tímpano de metal: “Te sacaré de aquí”.
Fin