Te veo. En las cosas pequeñas, cotidianas. En hacer un café, en beberlo agarrando la taza con ambas manos mientras miras a las calles de Madrid. En beberlo frío. No se necesitan termómetros contigo. Los días para abrigarse de verdad serán aquellos en los que a ti te apetezca calentar el café. Te veo siendo mi particular hombre del tiempo. Existes en esas cosas. En dormirte hacia el final de los capítulos, en apoyarte en mi pierna mientras te toco el pelo. Te veo.
Te veo al moverte. Al abandonar espacios, al crearlos. En la esquina del salón mientras te recuestas hablando por teléfono. Y hay sombras y luces que delimitan tu cuerpo sobre la pared, y pienso que lástima es no saber dibujarte y que suerte poder estar pensando eso. Te alejas por el pasillo y lo haces corto, demasiado corto al desaparecer por la puerta del fondo. Te veo.
Te veo al recordarte. Al echarte de menos en los segundos lentos que no estás cerca. Al creer oír tus pasos, al notar tu olor en el simple acto de abrir un cajón cercano a uno de los tuyos. En oír tu voz a través del patio, en los breves instantes que existen desde que oigo la puerta y apareces. Te veo.
Te veo al enfadarnos. Al desentender, al discutir. Ante la perfecta imposibilidad de la perfección. Si no hay nada que saltar, que empujar, que mover, nada existe. Lo fácil es mirarte, lo maravilloso es hacerlo cuando sonríes tras los momentos grises. Te veo.
Te veo entre los dedos, como pequeñas cosquillas al deslizarlos sobre tu piel desnuda. Como tomando medidas que descarto, porque siempre olvido a sabiendas lo que mido. Te veo entre mis brazos, tan pequeña o grande como necesito. Tan mínima como el primer segundo en que te abrazo. Tan extensa como un mapa de caminos, canales y tus besos.
Te veo.