Hoy se ha presentado la programación del Teatro Español y aledaños (las Naves del Español en el Matadero, el teatro Fernán-Gómez y el Price) para lo que resta de año. Es el último período que programa Natalio Grueso, que en el mes de septiembre será relevado por un nuevo director que, por vez primera, saldrá de un concurso abierto. Natalio aterrizó en Madrid en medio de muchas uñas afiladas. No tenía una tarea sencilla por delante; Mario Gas, su antecesor, le había devuelto al Español su histórico lustre y lo había convertido en el teatro de referencia de la capital; es cierto que durante buena parte de su mandato navegó económicamente con el viento a favor, que le permitieron algunas alegrías que hoy en día sería imposible. Pero su principal activo, en cualquier caso, fue su talento.
La gestión de cualquier teatro público siempre es una diana a la que se disparan flechas inmisericordes. Y está bien que lo sea. Y a Natalio Grueso le han llovido en estos años al frente del Español (y aledaños) muchas críticas, justas e injustas, razonadas y arrebatadas. Ya he leído que se le echa en cara que en la programación están Íñigo Ramírez de Haro (un dramaturgo español que es, además, cuñado de Esperanza Aguirre y amigo desde hace años de Natalio Grueso) y Carlota Pérez-Reverte, hija del creador de «Alatriste», lo que según esos críticos es su único mérito (yo lo desconozco). Es cierto que la mujer del César no debe sólo ser honesta sino parecerlo, pero también lo es que todo el mundo merece el beneficio de la duda, y que todos somos inocentes mientras no se demuestre lo contrario.
El mundo del teatro en Madrid se divide en tribus, grupos, sectas o lobbys -que cada uno elija la definición que más le guste-, y suele mirarse con un cristal de distinto color según el ojo que lo haga. Sumemos la vieja costumbre española de derribar a un ídolo para encumbrar a otro (comercial vs alterativo, o público vs privado, por ejemplo) y tendremos una istantánea del actual teatro madrileño y del retrato que se hace de él en las redes sociales. Un ejemplo: la presencia de Andrés Lima con un montaje en Matadero el próximo mes de noviembre; solo hace seis horas que se ha anunciado, y ya he escuchado a alguien que me ha dicho que era lo único que le interesaba y a otra persona que, irónicamente, le acusaba de estar sobrevalorado y de que se le incluía sin motivo en la programación del Español.
Con Natalio Grueso han debutado o debutarán José Sacristán y Amparo Baró en el Español, ha vuelto a él después de cincuenta años Concha Velasco, y han pasado por sus salas (y las del Matadero) gentes que son están ideológicamente en las antípodas del partido que gestiona el Ayuntamiento (y sus teatros); que han podido expresarse con libertad desde el propio escenario. Y así debe ser -pero no siempre ocurre-, porque el teatro nunca debe gestionarse con criterios políticos. Y van a estar en estos próximos meses en el Español (y aledaños) nombres tan variopintos como José Sacristán, Gustavo Tambascio, Juan Diego, Julieta Serrano, Asunción Balaguer, José Sanchis Sinisterra, Aitana Sánchez-Gijón, Gerardo Vera, Amparo Baró, Magüi Mira, Pablo Derqui, Natalie Poza, Joaquín Vida o Manuel Canseco.
No quiere ser este texto una defensa de Natalio Grueso. Ni él lo necesita ni yo lo quiero hacer. Pero, sinceramente, con sus errores y aciertos, su etapa al frente del Español, en las actuales circunstancias y con las actuales obligaciones, ha sido positiva. Ha habido montajes atractivos y montajes olvidables. Como en todo teatro. He de decir que me pareció una idea interesante llevar a escena todos los textos teatrales de Vargas Llosa; creo que un teatro público debe abordar proyectos similares, y que redescubrir la obra dramática de nuestro premio Nobel merece la pena. Los resultados pueden no ser siempre los esperados, pero uno de los deberes del teatro público es equivocarse. Para bien o para mal. Pero sobre esto, como sobre todo lo que he escrito, tenéis derecho a discrepar. Y si lo hacéis, tendréis razón.