Entre tantas cosas que vamos perdiendo en el inevitable avance de la tecnología, hay una en particular que me genera cierta nostalgia y una sensación apocalíptica: Cada año son creadas cientos de aplicaciones para acelerar el proceso natural de volvernos más estúpidos y primermundistas. Algunas muy útiles hacen que nos volvamos más inútiles y otras no tanto nos mantienen a la espera de que nuestra vida sea más fácil en el vertiginoso mundo de la cibernética.
Todo al alcance de un clic, y ni siquiera eso, la relación entre nuestra huella dactilar y la pantalla de nuestro móvil es cada vez más obsesiva e irreversible. Esto que usted está leyendo fue escrito con anterioridad a mano y mi caligrafía apenas recuerda en su pérdida de memoria el maravilloso ejercicio de trazar con tinta en papel.
Volviendo a las aplicaciones, hace tiempo descubrí una que me llena de curiosidad y algo de rechazo. Se llama Tinder, se escribe Tinder y se pronuncia Tinder. Este catalogo de seres humanos nos brinda un abanico de oportunidades sentimentales. Un “mercado libre” de personas donde podemos ver a ciencia exacta hasta el rango de distancia al cual se encuentra nuestra próxima cita. Usted crea un usuario con una foto de perfil, información personal y aparecerá como sugerencia para los muy muchos usuarios que deseen conocerlo y entablar un vínculo a nivel emocional. Así de simple y efímero puede resultar dicho naufragio.
Tengo poco más de treinta años y me crié en una década en pleno desarrollo tecnológico donde la clase media-baja no gozaba de cuestiones vinculadas a la ciencia. Aprendí a sumar con un ábaco, a rebobinar un casete con lapicera y a llevar la imaginación a lugares extremos cuando de autosatisfacción se trataba. Pasé horas enteras intentando resolver el cubo de rubik de memoria y me llevo toda la noche de un sábado poder pasar la final del Mario Bros y rescatar al fin a la princesa enana, porque en el año 94 no existían las tarjetas de memoria. También jugué con baleros y armé a mano pelada barriletes con cañas, papel de diario y engrudo. Escribí cartas y pase domingos enteros por la plaza del barrio de esa compañera del colegio que tanto nos gustaba.
De todas maneras me adapte con cierta facilidad a las neo comunicaciones. Herramientas que nos incluye o nos excluye del actual paso del tiempo. Pero hay cosas que no se corrompen. Y la idea de hurgar en una aplicación para dar con una muchacha, esta fuera del alcance de mi adaptación. Me es imposible congeniar mi ideología analógica a estas ataduras que nos domestican a la costumbre. No es que me resulte aberrante ni falto de ética, pero en esa búsqueda virtual de algo tan sensible, como puede ser el amor, se asesinan a sangre fría los acertijos primitivos y las más bonitas sensaciones por experimentar. Pienso en la noche que vi por primera vez a mi compañera. Y todas las noches que siguieron. Observarla con detenimiento. No perderme el detalle de su sonrisa. El surco que dejan las primeras miradas. El verla irse del lugar esperando su regreso y el vértigo de sentir que quizá no tenga la suerte de volver a dar en tiempo y espacio. Escuchar su voz y que a uno lo miren a los ojos por primera vez sin siquiera saber su nombre, su profesión, sus sueños, la canción que más ama en el mundo, el infierno que se esconde detrás de sus muecas cotidianas. Una tierra virgen esperando a ser descubierta. Tampoco digo que esté errado quien no experimente estas sensaciones, después de todo somos humanos o nos acercamos a eso. Y sentimos mariposas en el aparato digestivo y nos excitamos y existen primeras sensaciones independientemente del medio de comunicación. Pero lo que defiendo con uñas y dientes, y con esto me condeno al ermitaño que me domina, es la teoría de que estamos perdiendo a pasos agigantados algo puramente cognitivo, algo que no se encuentra en la pantalla de ningún teléfono por más veloz que navegue en el fabuloso mundo paralelo que nos va llevando inevitablemente al tecnosuicidio.