Cerca de mi casa hay un colegio de educación especial. Allí estudian chic@s de todas las edades que vienen de diferentes puntos de la ciudad. Por eso mismo, muchas veces coincidimos en el andén del metro.Hace un tiempo bajaba la escalera cerca de una mamá y una niña de unos diez años. La edad era fácil de averiguar porque llevaba una mochila de la serie Violeta. La niña se llamaba Cristina y su madre no paraba de recordarle que llevaban prisa. Sin embargo, a Cristina le costaba hacer el juego del pie derecho y no le bastaba el brazo de su madre para bajar rápido el tramo de escaleras. Mientras tanto, un grupo de adolescentes ruidosos iban serpenteando entre la gente hasta que llegaron a la altura de Cristina. Momento en el que el instinto de conservación de la niña se activó y se cogió del brazo del chico que le quedaba al lado. Para mi sorpresa, él no lo dudó y cedió su brazo a Cristina, a la que se le dibujó una auténtica sonrisa de felicidad. Al mismo tiempo tod@s l@s viajer@s retrasamos el paso.Fue un momento realmente bonito; porque ni el chico podría haberse prestado fácilmente a ayudar a Cristina ni la gente acostumbra a gastar tanta paciencia a las cinco de la tarde. Por supuesto, eso no quiere decir que l@s desconocid@s que coincidimos en esa escalera seamos mejores que el resto. No obstante, Cristina logró que antepusiéramos nuestros intereses a los de una desconocida. Ahora bien, ayudándola a ella también estábamos ayudándonos a nosotr@s mism@s. No en vano, cada vez que le echamos una mano a alguien estamos tejiendo una red de solidaridad que algún día, a la larga o a la corta, puede beneficiarnos.
© Elisabet Gimeno Aragón 2015