Revista Cultura y Ocio
Tekkonkinkreet (Michael Arias, 2006) es cine de animación, donde se cuenta la historia de Blanco y Negro, un par de niños huérfanos que dominan los pequeños delitos en el llamado barrio del tesoro. Blanco se acerca a los once años, si bien su visión de la vida es mucho más infantil. Negro es violento, y se asegura de que ninguna otra banda de chicos penetre en su zona. Los dos, al igual que todo el barrio, contempla cómo el cambio se cierne sobre su pequeño universo. Una banda de yakuzas ha decidido ampliar su área de influencia hasta aquí. Negro no está dispuesto a ceder, aunque el jefe de los yakuzas tiene un socio misterioso, con métodos peculiares, que no piensa detenerse.
Tekkonkinkreet es de esas películas que no pone fácil el puro disfrute. Para una duración relativamente corta (unos cien minutos), hay demasiados acontecimientos, y no menos subtramas. Puede que sea resultado de condensar todo un cómic manga en un formato tan diferente, como es el largometraje. Me topo con que es similar a lo que Slant Magazine dijo en su día:
"... the movie is a collection of disparate anime parts that never really comes together. Maybe it's because the screenplay was adapted from a manga series, or maybe it's because first-time director Michael Arias wants to say everything in one film, butTekkonkinkreetfeels too outsized for its own good."
Ni siquiera los tiempos muertos ayudan a que nos situemos siquiera en un género. El cine negro se mezcla con el fantástico, aunque no siempre conviven con esa facilidad con que se pretende. Sin embargo, sí que cuenta con una cualidad: que va ganando enteros a medida que se repiensa tras el visionado.
Tekkonkinkreet te obliga a que aceptes que en este universo caben tan mal lo imposible como lo explicable. Es verdad que en cuanto vemos cómo se mueven Blanco y Negro, la película ya nos la está advirtiendo. En una escaramuza con otros par de chavales, los dos protagonistas responden literalmente a su nombre de guerra: “gatos”. Gatos voladores, para ser más concretos. Con todo, cuesta acomodarse al grado de fantasía se va desplegando. Los yakuzas, la lucha por los territorios, la violencia, ese fondo, aunque leve, de retrato de sociedad… Por momentos, nos tienta colocar el film en el género negro. La escena de la persecución de Blanco y Negro y los chicos que desafían su territorio.
Pero no. El realismo se rompe por completo cuando entran en liza aquel socio del jefe yakuza, que tiene a su cargo un trío de seres con super poderes. Los chicos, como nosotros, tiran de los conceptos más a mano, y los denominan alienígenas. Aunque esto tampoco es ciencia ficción. En realidad, no se sabe qué son. Que vuelen siquiera parece que afecte a los dos personajes policías. Esto puede dificultarnos la verosimilitud. Esto y que nunca se definan del todo las normas de este universo particular. La propia ocultación de motivos y explicaciones concretas hace que Tekkonkinkreet acabe siendo una película fantástica, pero de ésas que usa este género para no respetar casi ninguna expectativa. De esa otra tradición, menos común en cine, en lo que lo fantástico se introduce en “la realidad” para ponerlo todo patas arriba. Hay sueños cuyo significado nunca se aclaran, y una conexión entre los protagonistas que tampoco es “realista”.
Es posible que todo esto se mitigue en cuanto el film va orientándose en un tema al que es mucho más fácil usar como asidero. Quizá, algunos espectadores al menos se consuelen cuando, entre tanta locura y esa cierta prisa del guión, asoma aquello del viejo concepto “el bien contra el mal”.
La gracia, que encuentro que hace a Tekkonkinkreet bastante original y personal, es que ni siquiera esto se desarrolla de la manera más esperable. Puede que el guión insista un poco demasiado en eso de lo simbólico, hasta hacerlo obvio (llamar a los chicos Blanco y Negro ya era una pista innegable). Puede que el guionista no logre equilibrar la exposición y la profundización de esos dos extremos, en los dos protagonistas.
Sin embargo, cuando ya todo es más imagen que palabras, te das cuenta de que lo de “la luz” y “la oscuridad” tiene más enjundia de lo aparente.
Como digo, el guión enfatiza mucho el rol de Blanco, dejando poco espacio para el de Negro. Claro que, dentro de ese rol ya hay detalles distintos. Blanco es la ingenuidad; pero una fuera de lo que cualquiera de nosotros pudiéramos esperar. Blanco es un niño que no actúa ni dice lo que tal vez pudiéramos oírle a cualquier niño que conozcamos. Está, por supuesto, la posible explicación del salto cultural: los films de animación japonesa suelen tener unas peculiaridades que se salen de nuestra experiencia como occidentales. Pero yo diría que es algo más. Más que al mundo infantil a mí más bien me recordaba a la mismísima locura. A ese tipo de una locura que le hace repetir una y otra vez “ser feliz, ser feliz”. Pero ahí que tenemos una escena que, sólo con la imagen, nos habla del posible por qué. Blanco observa, callado y pensativo, cómo otros niños participan en la clase de gimnasia de su colegio. Ellos son los niños con padres; los niños con una vida “ordenada”. Blanco no se niega a ver que él y Negro son delincuentes, y, en ocasiones, hacen daño a la gente. En verdad, eso, ya veremos, es algo que le preocupa, y le hace entristecerse. Sin embargo, como buen loco “lógico”, opta por colocarle un manto de ilusión a todo.
Ese mismo manto que define la estética de este barrio del tesoro. Aquí no hay esa atmósfera de cemento y cristal y modernidad, más común en otras películas de animación japonesa. No, éste es más bien un distrito envejecido pero que mantiene pequeñas atracciones para niños, y mucho colorido, y hasta un reloj recargado, excesivo, fantasioso. Es uno de los aspectos visuales más notables de Tekkonkinkreet. Coincido con lo que comenta la reseña del New York Times,
"Tekkonkinkreet” demands to be seen, if only for its beauty. The generally bright palette and overall soft look work a nice contrast to the dark theme, as if the world itself were on the children’s side."
Al mismo tiempo, ese barniz de fantasía anclada en el pasado es algo a lo que se aferran varios de los adultos de la historia. Tenemos a "Ratón", un experimentado jefe intermedio de la yakuza, que se agarra a la melancolía, y que rechaza ese nuevo encargo de transformar el barrio. Con el jefe de policía comparten una escena cuando menos chocante. Para ambos, la fantasía del pasado, claro, no es tan hermosa como pudiera ser la de Blanco. Para ellos, el antiguo barrio lo representa un local cutre de showgirls.
Igual de extraño es lo que ideara Taiyo Matsumoto para que representara el cambio; el futuro. El proyecto de los “malvados” en el guión no es sino un parque temático, lleno de máquinas de vídejuegos, pero también de atracciones, ahora ya brillantes y no envejecidas. Quizá Matsumoto quería mostrarnos que nada cambia en realidad, aunque el cambio venga precedido, ya sea por la violencia, o por esas máquinas excavadoras que van abriendo paso al parque temático.
De todos modos, a medida que avanza el film, se nos pone difícil dónde agarrarnos para seguirlo. Por una parte, hay elipsis que indican que pasa mucho tiempo (va verano a verano), y eso no ayuda a la verosmilitud. Los dos sicarios restantes que se envían a acabar con los chicos tardan mucho, por ejemplo, en localizar a Negro, ya hacia el final. Por otra, es complicado que nos pongamos del lado de Blanco o de Negro. Blanco, sí, es “la luz” pero como tal es un poco “maníaca”. Negro es un misterio. Le hallamos más insertado en el mundo en el que vive, aunque esa otro tipo de locura, la que le mantiene en su pose guerrera, tampoco le hacen un protagonista sencillo.
Para cuando llega el clímax, uno se cuestiona si no hubiera bastado que el guión contara la historia de estos dos chicos. La subtrama de Kimura, el yakuza que evoluciona hacia una conciencia está un poco fuera de sitio. Y, aunque su escena culmen busca ser intensa y emotiva, algunos de sus diálogos arruinan lo que con menos palabras hubiera funcionado. Como la propia víctima de su asesinato le dice antes de que le mate: “Un consejo: no hables cuando vayas a matar a alguien”.
El clímax también se toma tanto tiempo que hace más innecesario aún que se hayan dado tantas vueltas en torno a cuánto requería Negro a Blanco para no sucumbir a su “mal interior”. Visualmente, eso sí, es impecable. En la serie de televisión de anime Paranoia Agent (Mòsò dairinin, Satoshi Kon, 2004), una psique dañada tomaba una especie de leyenda urbana y la convertía en un monstruo literal y bien palpable en el mundo real. Aquí, sucede algo similar: a los ojos de Negro, el monstruo que le habla de abandonarse a la oscuridad tiene los rasgos de un ser que se rumoreaba que habitaba en el barrio. Éste se difumina, su dibujo se alarga, se contrae, se retuerce, en un efecto bastante inquietante. Pero dura mucho, este clímax. No siempre, no; no es una regla universal. Pero a veces, sí. A veces, menos es más. Los créditos de Paranoia Agent. Como toda la serie, es de lo más desconcertante. Aquí verán a todos los personajes riéndose. Pero lo que sucede no tiene nada por lo que ninguno de ellos pudiera reírse. Tengo curiosidad acerca del manga. A lo mejor, Satsumoto quizás cuente su historia mejor en su formato original. De Tekkonkinkreet me quedo con que, en sus mejores momentos, ofrece una forma visual interesante de reflexionar sobre si al final la locura de la ingenuidad no es un poco mejor que la de la destrucción.