Foto: Natalia Huerta
No hacía ni media hora que la habitación estaba a oscuras. La tarde cayó de manera pausada y ni se percató de ello, acosado como estaba por el jet lag, la comida tan nueva y tan diferente, los trayectos en el metro y el paseo hasta la pensión.
El futon vibró suavemente, y el ligero temblor comenzó a hacerse perceptible, en el suelo de madera, en la habitación con elementos extraños colgados de la pared, en los biombos de las puertas de papel o de tela o de cartón -qué sé yo.
Y se tambaleó la razón por la que había llegado hasta aquel país lejano, hasta aquella ciudad silenciosa y fría. Y se movieron los recuerdos dentro de sí, y los momentos compartidos, y los enfados, y las alegrías parecían caerse por un ventanuco hacia el patio de una casa en la que había vivido hace mucho, y con el movimiento se estremecieron las flores del aguacatero, las rosas del rosal del camino, las hojas de la platanera y los pétalos de los tréboles de tres pétalos.
Giró su cuerpo sobre aquel colchón duro y acogedor al mismo tiempo, impelido por el estremecimiento de las entrañas, las de la tierra y las suyas propias, y fue consciente de que algo se desmoronaba en algún lugar, cercano o lejano, y que ese derrumbamiento le era doloroso.
Llamó, levantó la voz en su idioma, extraño allí, y llamó de nuevo sin saber bien a quién ni si alguien le escuchaba.
Todo seguía moviéndose, violentamente fuera, y con mucha más fuerza dentro, en sus entrañas, y cuando acertó a encontrar el interruptor, cuando lo tuvo a mano, se oyó una respuesta en el corredor
Don’t worry, it’s only an earthquake
Giró la llave de la luz, y en ese preciso instante se paró el temblor, y todo volvió a ser como antes, o no.