Pedro Paricio Aucejo
Como valenciano que soy, me familiaricé desde niño con el concepto teológico del temor de Dios gracias a las celebraciones anuales de la festividad litúrgica de san Vicente Ferrer. Tanto las múltiples representaciones artísticas en que aparece el dominico como –sobre todo– sus escritos explicitan el mensaje del ángel del Apocalipsis (14, 6-7): “Temed a Dios y dadle gloria, porque ha llegado la hora de su Juicio; adorad al que hizo el cielo y la tierra, el mar y los manantiales de agua”. Por medio de esa exhortación –que no es otra que la del evangelio de la salvación–, este religioso pretendió provocar la conversión en sus predicaciones, de modo que el temor de Dios por él evocado no surge del miedo sino del amor filial: cabe entenderlo más bien como el temor propio de la reverencia y no del servilismo pavoroso.
Sin embargo, el temor de Dios ha sido durante siglos sinónimo exclusivo de miedo. A lo largo de la historia de la teología su presencia ha abundado entre muchos creyentes de distintas épocas. Es cierto que el miedo puede ser algo natural en una primera fase del desarrollo espiritual, pero también es innegable que desaparece posteriormente ante la profunda experiencia personal del encuentro con Dios. No obstante, la permanencia del miedo ha sido una realidad secular porque, entre otras razones, no solo el concepto de Dios ha estado profundamente unido al de una autoridad política –con frecuencia absoluta y opresora– dotada de rasgos trascendentes, sino también porque los poderes religiosos, revestidos de poder sagrado y ejercidos en nombre de Dios, han sido todavía más absolutos que los políticos. De ahí que numerosos cristianos fueran formados en un clima de miedo: a la ira de Dios, a su castigo, al infierno, al sufrimiento eterno…
Santa Teresa de Jesús no ha sido una excepción en la forma de experimentar este asunto, si bien –según la carmelita polaca Lidia Wrona¹– las huellas de su posible temor de Dios, vivido como miedo, nos dirigen a la primera etapa de la existencia de la monja abulense. Siguiendo lo escrito en el Libro de la Vida, obra por excelencia a estos efectos, dicho concepto aparece en el contexto de la evaluación de su propio pasado. Es posible que esta actitud estuviese influida por la religiosidad popular del momento, que se vio marcada por un fuerte demonismo: se creía que la vida cristiana estaba sometida a una persecución o dominación del diablo, por lo que el fuerte arraigo social de esta mentalidad quizá atormentara a Teresa de Ahumada con un miedo constante.
A este factor se ha de añadir el hecho de que la formación religiosa recibida en su casa durante la infancia reflejaría el ambiente corriente de la España del siglo XVI. La imagen de Dios de entonces se identificaba con la imagen de un soberano de los bienes a los cuales ella aspiraba, a quien había que servir, que despertaba un cierto temor y que tenía un poder absoluto de decisión sobre sus súbditos, tanto en referencia a su vida terrena como también a la eterna. De esta forma, no quedaba garantizada la libertad y autonomía de quien servía, sino más bien la actitud de una esclavizante dependencia respecto del soberano.
Más aún, teniendo en cuenta la tempestuosa historia de la integración de su familia en el grupo de los hidalgos, así como la constante vigilancia de la Inquisición sobre las formas practicadas por los conversos, se puede sospechar que no solo Teresa cuidaría desde pequeña las obligaciones religiosas usuales en la Iglesia de su tiempo, sino que percibiría además en su ambiente más íntimo el clima de temor religioso que marcaba a cada familia de conversos.
En definitiva, para esta doctora en Teología Espiritual por la Universidad Pontifica Juan Pablo II de Cracovia², se puede decir que la vivencia teresiana del temor de Dios como miedo se inscribe en la experiencia general de los creyentes de su entorno y circunscrita al período inicial de su formación en la fe, que siguió las pautas naturales comunes en buena medida al resto de cristianos. Sin duda, la imagen de Dios que Teresa de Ahumada tuvo en sus primeros veinte años de existencia había de pasar todavía por un largo proceso de maduración espiritual y evangélica, de forma que también su temor servil experimentaría una indudable transformación, desapareciendo como tal ya en la primera etapa de su vida mística. A partir de ese momento, el temor que aparece en la descalza universal es el motivado solo por el descubrimiento del verdadero rostro de Dios y por su amor incondicional hacia Él: es el temor de no ofenderle, de no ser engañada por el demonio y de no torcer en ninguna cosa la voluntad del Creador.
¹Cf. “´Temor de Dios´: ¿Un modo de hablar o una auténtica experiencia teresiana? En torno a la Exclamación 14”, en Itinera Spiritualia, Cracovia, Instituto Carmelita de Espiritualidad (Polonia), 2017, núm. X, pp. 85-104 [disponible electrónicamente en <https://delaruecaalapluma.wordpress.com/2018/04/30/el-temor-de-dios-en-teresa-de-jesus-acercamiento-desde-la-exclamacion-14/>].
²Op. cit., pág. 103.
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