Revista Opinión
Durante el invierno suelen producirse temporales que azotan al país con bajadas de las temperaturas, copiosas nevadas, fuertes vientos y lluvias más o menos intensas que desbordan los ríos y causan inundaciones. Esas borrascas invernales no son infrecuentes en una estación y unas latitudes en las que discurren desde el Atlántico hacia Europa los frentes y perturbaciones atmosféricas que las generan. Pero cada vez que se ciernen sobre España, raro es el temporal que no causa cortes de carretera por nieve acumulada, campos anegados y zonas urbanas cubiertas por el agua, olas que golpean la costa, destrozan paseos marítimos y engullen la arena de las playas y hasta desprendimientos de árboles o cornisas que, aparte del peligro que conllevan, pueden interrumpir el suministro de energía o las comunicaciones.
Cada año, pues, los temporales, dependiendo de su intensidad, dejan un reguero de daños y damnificados que, en cuanto vuelve a relucir el buen tiempo, dejamos caer en el olvido… hasta la próxima vez. Entonces nos comportamos como si no supiésemos que, en invierno, los temporales no constituyen ninguna extravagancia y no hubiéramos tenido ocasión de preverlos y enfrentarlos. Seguimos construyendo carreteras no acondicionadas para paliar nevadas intensas que inmovilizan a miles de conductores, incluso en autovías y autopistas de primer nivel, obstaculizamos y edificamos en los cauces y riberas de los ríos, limitando su capacidad de drenar las grandes avenidas de agua, instalamos sumideros que debieran evacuar la lluvia caída pero que no cumplen su cometido con eficacia no sólo en sótanos, sino también en las cunetas de las calles, y levantamos muros, tendemos cables y plantamos árboles sin los suficientes cimientos y firmeza como para soportar las fuertes rachas de viento que acompañan estos recurrentes temporales.
Y, así, todos los años volvemos a contabilizar daños, destrozos, pérdidas y víctimas mortales de unos fenómenos que parecen que siempre nos cogen desprevenidos y desprotegidos, como a un caribeño perdido en Siberia. Son catástrofes tan reiterativas como las noticias que puntualmente nos informan sobre ellas los medios de comunicación todos los inviernos. Parece que el único interés que despiertan los temporales es mediático, ya que no sirven para que sepamos cómo combatirlos sin caer en el alarmismo o… el espectáculo. Y, así, año tras año.