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Cruzadas
Bosque de Brocelandia
Eowyn de Camelot
Algún lugar del Mediterráneo, Navidades de 1297
La estrategia había funcionado. Al menos, la primera parte de ella. Ahora sólo hacía falta un poco de paciencia, y una suerte inversamente proporcional a la distancia que me separaba de tierra firme para que mi argucia no se quedara sólo en una victoria simbólica contra el cabronazo de Gonzalo… Vale, ya sé que la paciencia no se ha contado nunca entre mis cualidades, y la suerte jamás me ha acompañado, pero ¿qué otra cosa podría hacer? Desde luego, no iba a quedarme allí esperando a que el sevillano me vendiera en un mercado de esclavos, o algo peor, como si yo fuera tan comercializable como la dignidad de los políticos de derechas del Estado español (algunos de los cuales tafirman que son de izquierdas). Y aunque no estaba segura de qué es lo que iba a hacer con mi libertad en el caso de alcanzarla, lo que sí tenía meridianamente claro es que Guillaume me iba a oír. Aunque no tuviera la culpa de nada, me iba a oír igualmente. O si no, que la próxima vez que halague mis oídos con la perspectiva de un viaje que pueda significar un futuro para mí, que se asegure de que llego sana y salva a mi destino. Porque sí una cosa era indiscutible era que el barco en el que estaba navegando no se dirigía a Bolonia.
Bien. Sé exactamente lo que estáis pensando, amigas y amigos que leéis esto. Que me muestro voluntariamente enigmática. Que juego con las personas que me leen. Que me hago la interesante, vaya. Algo de ello hay, no os lo negaré, y me lo vais a permitir un poco porque estoy muy jodida. Pero la razón de estos preámbulos es otra. Ni más ni menos, que tengo que explicaros un año entero de mi existencia sin que os muráis de aburrimiento, y no sé cómo lograrlo. Sí, ya sé que diréis que no es eso lo que transmito normalmente. Que mis aventuras nunca son aburridas. Que siempre estoy escapando de los malos, ayudando a los buenos, repartiendo mamporros, metiéndome en intrigas medievales internacionales… y cuando no, de festival por las tabernas y llevándome a la cama a todos los tíos interesantes que me encuentro en mi camino, aun sin ser una belleza. Pues bien: lamento decepcionaros, pero si algo de eso hubo en el pasado, ahora, definitivamente, se acabó.
Lectora y lectores míos, vamos de capa caída. Debe de ser la vejez. El año pasado no sólo no viví experiencias interesantes, sino, literalmente… nada. La nada más absoluta. Una nada tan cataclísmica que no sabía ni cómo comenzar a escribirla. Y teniendo en cuenta que me comprometí conmigo misma a ser fiel a la realidad, a mi realidad medieval, tal vez porque mi otra realidad, esa de la segunda década del siglo XXI desde la que vosotros me leéis y en la que me veo recluida a intervalos, tal vez para purgar mis pecados, es aún mucho más sosa… pues voy a tener que hacerlo de una manera u otra. Sí, ya sé que os encantaría que me inventara unas cuantas aventuras para daros gustito, sería más fácil para vosotros y para mí Pues no lo voy a hacer, hala. Ya hay demasiada gente que se inventa cosas en vuestro mundo. Que manipula patrias de todo tipo, a un lado y al otro de cualquier frontera, que manipula la Historia, que manipula a la gente haciéndoles creer que necesitan más el circo que el pan y que, cuando ve el cuento malparado, se fuga. Pues yo no. Joder, me debo a mis lectores pero no tanto.
Así que voy a hacer un esfuerzo para explicaros esta nada para que parezca un todo, aunque sea un todo pequeño y ligero, como la pluma escapada de la almohada de un noble. Aproveché mientras luchaba por desatar mis ligaduras (que Gonzalo, distraído por mi conversación, había dejado bastante flojas aquella vez) para perpetrar algunas palabras detrás de otras y, aunque no sé cómo me habrá salido, allá va.
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El fundido en negro se cerró sobre mí, en Tortosa, frente al cadáver de mi más antiguo enemigo, mientras resonaba todavía el eco de sus últimas, y bastante perturbadoras, palabras. Pero, la verdad, no tenía de momento tiempo para detenerme en ellas. Se me acumulaba el trabajo. El rey de Aragón estaba al llegar y alguien tenía que explicarle cómo había muerto su hospedador y qué implicación habían tenido en ello los templarios, además de cerrar la boca de Blanca, llevar a Esquieu a algún lugar bien escondido donde no pudiera asomar la jeta en mucho tiempo, asegurarse de que Isabel iba a estar bien, pero al mismo tiempo lo suficientemente controlada para que no volviera a desmandarse, y limpiar el lugar de cadáveres y de otros que estarían mejor siéndolo. Y había que ocuparse de los heridos, sobre todo de Ferran, que era el que había recibido el pedazo más grande de tarta de espada en aquella fiesta. Y, last but not least, buscarme la vida. Porque mucho me temía que me había quedado en el paro.
Supongo que desconocéis cómo se comportan los templarios con sus colaboradores; pero tranquilos que os informo ahora mismo. No hagáis caso de series con nulo rigor histórico que los pintan como unos auténticos héroes, con algunos pequeños defectillos sin importancia que pasan, en su mayor parte, por ser muy aficionados al catre y no siempre para dormir (bueno, en ese punto tampoco es que fueran tan desencaminados los guionistas). La verdad es que, según me dicta mi experiencia con ellos, como jefes son lo de peor: te persiguen con insistencia casi rayana en la obsesión cuando te necesitan, te hacen la pelota descaradamente hasta que te tienen en sus redes y luego, cuando ya les has ayudado… ¡au revoir! Si te he visto no me acuerdo. ¿Cómo era tu nombre? (Estos chicos van a acabar mal, os lo digo yo). Y así me encontré yo: todo el mundo se fue a lo suyo y yo me quedé con lo mío, o sea, con nada. Ah, pero eso no fue lo peor.
Pero comienzo: los gemelos y Manfredo se fueron a escoltar a Esquieu a Montfaucon, su casa madre. La idea era que sus hermanos y su comendador le encerrraran en la prisión más segura del Temple y tiraran la llave al muladar, no sin antes interrogarle para averiguar si era cierto que no tenía nada que ver con Felipe de Francia, como yo pensaba, y para asegurarse de que no había más traidores. A mí no me hubiera hecho ninguna ilusión acompañarles (no garantizaba poder estar un segundo al lado del vil sargento sin destrozarle con mis propias manos, después de haber sido el artífice de la muerte de Guifré, de la deserción de Isabel, además de todo lo que acababa de suceder en aquella antigua encomienda en la que por poco pierdo a Omar, a Ferran, e incluso a mí misma), pero tampoco me lo ofrecieron.
Por su parte, a Guillaume, junto con Yannick, se le encargó (después de llevar a Isabel a alguna granja perdida en las montañas donde pudiera llevar una vida feliz en semilibertad vigilada) quedarse en la Corte con Jaume, y con Blanca, naturalmente; se trataba de tenerla bajo la mira e intentar convencerla de que el Temple no era un peligro para sus intereses (o bien impedir sus malas artes contra la Orden en el caso de que no pasara por el aro), además de investigar hasta qué punto ella y Esquieu podían haber influido en el ánimo del rey, y estar atento a las relaciones de éste con el monarca francés, para evitar una posible alianza antitemplaria francoaragonesa. Por cierto, la bellísima y taimada amante del rey estaba más contenta que unas castañuelas; aunque su plan se había ido absolutamente al garete, al menos ahora estaba convencida (o creía estarlo) de que el bretón era completamente libre y suyo, por lo que se le habían pasado un poco las ganas de matarlo. Y mi apreciado, aunque controvertido, compañero de aventuras resucitado tampoco había querido que le ayudara en aquella misión, ya que la escasa simpatía y los celos enfermizos que Blanca había sentido hacia mí hasta poco antes (y que yo nunca entendería) podrían ponerle en serios aprietos. Y en cuanto a mi viejo amigo Bernard, el capitoste templario, y a Gonzalo, se iban a su cuartel general en Chipre, dispuestos a hacer los preparativos para una nueva Cruzada. Y por ese lado, tampoco había nada.
Aunque, en este caso, la culpa no había sido de ellos, sino mía. Os cuento: de hecho, Bernard se había colado en mis aposentos la noche posterior a la batalla de Tortosa, y no comencéis a pensar mal a priori, que os conozco. Lo que había hecho es explicarme cómo habían logrado justificar ante el rey todo lo sucedido. En realidad, había sido muy sencillo: a Blanca, evidentemente, tampoco le interesaba que nuestro soberano supiera el papel que había jugado en aquel pandemonio, así que contaron con su complicidad. La versión oficial fue que unos mercenarios conducidos por el renegado Esquieu asaltaron el castillo con la poco cortés y honorable intención de lucrarse con las riquezas de la Corte. Blanca llegó antes de tiempo y se vio inmersa en la lucha, y los templarios, que venían a hacer una visita sorpresa al rey a ver si podían echar mano de un poco de financiación para sus cruzadas y sus temas, consiguieron evitar el desastre antes de que se produjeran males mayores, aunque no lograron impedir la muerte del señor del castillo. Naturalmente, los soldados de Blanca les secundaron (buena era su señora si se la llevaba la contraria), y los del otro bando… bueno, no estaban en condiciones de decir mucho. Los que sobrevivieron a la masacre, que tampoco fueron demasiados, fueron conducidos por los hombres de Frey Pere a Barcelona para embarcar inmediatamente hacia Chipre, donde Bernard pensaba darles tanto trabajo que ni siquiera tendrían tiempo de pensar en sus numerosos pecados. Y fue entonces cuando, aprovechando que por Valladolid pasa el Pisuerga, que el falso leproso me propuso que le acompañara a Chipre y participara en sus futuros proyectos, cosa que yo no podía hacer por muchas y muy variadas razones, por lo que él se quedó con las ganas, y yo, de lo más colgada.
Lectoras y lectores, ¿alguna vez habéis experimentado en carne propia ese viejo refrán que preconiza ser precavido con tus sueños, por si se cumplen? Pues ya veis. Toda la vida pensando que cargarme a mi viejo enemigo y antiguo señor me iba a conducir a la felicidad completa y, cuando lo consigo, me doy cuenta de que mis problemas no han hecho sino empezar. Ya es tener mala suerte, ya.
(Continuará en breve).