Revista Opinión

Ten cuidado con vuestros sueños IV

Publicado el 30 marzo 2018 por Eowyndecamelot

(viene de) Pero… algo no cuadraba: lo sentía, más que en la mente, en los huesos. No podía ser todo tan genial. A mí no me pasaban estas cosas. Sólo era una mercenaria inútil, solitaria, antipática y no demasiado agraciada, que encima estaba enferma y se estaba haciendo vieja. Todo un panorama, vamos. Yo ya no podía aspirar a nada, ni al éxito profesional ni al cariño de mi amigos, cosa que era lo que más apreciaba aunque se me diera tan mal demostrarlo. A mi no me podían pasar cosas agradables… Todo eso pensaba mientras me dirigía a la casa de Maese Salomón, que se había establecido en la judería de Barcelona, dispuesta a salir de dudas de una vez acerca de mi salud ahora que volvía a tener el bosillo lleno: Azathoth maldiga la privatización de la sanidad medieval.

Ten cuidado con vuestros sueños IV

-¡Dichosos los ojos! ¡Pero si es mi paciente favorita! Pasa, Eowyn, tus gritos aún resuenan en mis orejas. Sobre todo los que proferiste en Tortosa cuando te cosí el corte de la mejilla, que por cierto veo que ha sido uno de mis aciertos. Y eso que no recuerdo haber necesitado tantos ayudantes para sujetar a hombres que eran cuatro veces más grandes que tú. La verdad es que eres una persona notable. Y dime, ¿a qué debo el honor de tu visita?

-Dejaos de cháchara -le espeté. A continuación le expliqué mis síntomas. Él me hizo tenderme en un camastro, y procedió a examinarme con exhaustividad. Al final, me dio permiso de que me incorporara. Me hizo unas cuantas preguntas que me parecieron demasiado íntimas y bastante sorprendentes, pero que contesté sin problemas: tenía plena confianza en su saber, aunque la verdad es que me parecía un verdadero sadismo la poca afición que tenía a suministrar a sus doloridos enfermos anestesia alcohólica. Después de mirarme con expresión indefinible, al final se dignó en sacarme de dudas.

-He visto caso como el tuyo en mujeres en edad fértil y de clase humilde, sobre todo si no habían parido nunca. Tienes que considerar la idea de comer más carne, leche, queso y legumbres, e intentar descansar siempre que puedas Si sigues estos consejos, en pocas semanas estarás perfectamente.

Así que ¿sólo se trataba de aquello? ¿No se trataba de una herida antigua mal curada que me estuviera sentenciando? ¿No estaba gravemente enferma? ¿Ni achacosa y senil? ¿No tendría que jubilarme con las mierdosas pensiones femeninas de Rajoy? ¿Y tampoco había entrado ya en la recta final hacia la muerte? Pagué generosamente al médico y le deseé lo mejor. Estaba comenzando a pensar que existía una esperanza para mí. Que había encontrado por fin mi lugar en el mundo. Por primera vez en mi vida, se abría ante mí un nuevo horizonte, y sentí que podía empezar a disfrutar de la libertad que me había ganado.

Ingenua de mí.


¿Y sí la costa no estaba lo suficientmente cercana? ¿Y si no había ningún medio para alcanzarla? ¿Y si mi intención de llegar a la cubierta del barco tal vez se debía sólo a la convicción interior de que nada podría ser lo suficientemente horrible mientras una tuviera las manos libres para luchar y sucediera a plena luz? ¿Y si nada servía de nada? Bueno, llevaba toda la vida haciendo cosas inútiles, por una más no iba a suceder nada. Y así tomaba un poco el aire, que la atmósfera de la bodega empezaba a estar un poco viciada. Estaba claro que los compañeros de Gonzalo desconocían completamente las virtudes del agua y el jabón. Él, siempre tan señorito, sí que se lavaba a menudo, sí. Lo que sí apestaba a azufre era su alma. Puajjj…

Claro que, en cuanto a luz. quedaba bien poca. Las nubes de tormenta, hinchadas como enormes abscesos, se la habían comido toda, sustituyendo esa energía lumínica por la cinética de las olas en danza desenfrenada, que hacían que el propósito de mantenerse en pie sobre el barco fuera una mera utopía. Tras dar un par de bandazos, uno de los cuales casi logró arrojarme por la borda, y después de observar que ambos castillos, el de proa y el de popa, estaban hechos pedazos, pude abrazarme a un palo (creo que era el de mesana, pero no hagáis que lo jure) y mantenerme allí, en silenciosa oración al dios de las tempestades para que aplacase su furia. Y entonces vi dos cosas:

La primera era un regalo para mis sentidos y una promesa de salvación. Tan tentadora como un pastel de carne acompañado de vino del bueno, y con buenas perspectivas respecto a con quién domiría aquella noche: tierra a la vista. Muy a la vista. Tan a la vista que podría llegar nadando hasta yo, que no era la mejor de las nadadoras, cuando remitiera un poco el temporal. No sabía qué clase de tierra era, pero el territorio más salvaje y más poblado de sádicos caníbales me parecía, en aquella circunstancia, un edén.

Pero algo se interpuso entre mis ojos y esa seráfica visión, algo feo como el culo de un demonio y, como he afirmado antes, igual de pestilente, que sólo por mi mala fortuna se había cruzado en mi camino antes de que pudiera esconderme convenientemente.

Gonzalo, claro.


Siempre me pasa lo mismo. He tenido en mi vida tan pocas oportunidades para sentirme eufórica, que cuando llegan… me pierdo. Traspaso los pocos límites que me marco y los resultados pueden ser catastróficos; de hecho, creo que en esta historia ya os he hablado de algunos de ellos. En ese estado, entré en la primera taberna del puerto de Barcelona, para celebrar que dentro de poco iba a ser toda una doctora en Leyes que sólo repartiría hostias en sus ratos libres; y que, encima, no iba a morirme en breve, al menos no por causas naturales. Me senté en la parte más alejada de una enorme mesa, cuyo otro extremo estaba ocupada por un vociferante y bebedor grupo, y pedí una buena ración de papeo y una enorme jarra de vino del bueno (o al menos, del mejor que tuvieran) para mí solita; una vez que se tienen monedas de sobra, hay que aprovecharse, que nunca se sabe cuánto pueden durar. No pensaba emborracharme, tan sólo celebrar. Y conjurar los fantasmas que me acechaban.

Porque en el fondo sí, sí, sí, estaba segura de aquello era demasiado bueno para que me estuviera sucediendo a mí.

Seamos claros: el destino existe. Llámalo como quieras, pero existe. No tengo pruebas científicas para demostrarlo, excepto que la observación repetida del fenómeno de la vida siempre ha producido, a mis ojos, los resultados que voy a relatar. He aprendido (ahora parezco una redifusión cutre de guatsap, envíame a todo el mundo y te pasará algo súpermegaguay) que el esfuerzo sólo te sirve para llenarte de dignidad, que el esfuerzo, como la lucha, aunque siempre es necesario, también es inútil. Es otro deber personal, como la solidaridad, pero no va a conducirnos al cielo, ni al cielo en el cielo ni al cielo en la tierra (más bien todo lo contrario), pero a pesar de ello los cumplimos, porque está en el alma de muchos de nosotros, igual que en otros está el hacer lo contrario. Sencillamente, los hay que triunfan y los que hay que no. Los hay que han sido bendecidos por este dios ateo que controla el azar (el único en el que creo) con multitud de dones, y los hay que, incluso sin dones, consiguen lo que quieren. En cuanto a mí, que me he esforzado más que la mayoría de gente que he conocido en conseguir algo que medianamente valiera la pena, no he logrado nada. Ni tengo dinero, ni belleza, ni inteligencia, ni me servirían de nada si los tuviera, ni tengo la suerte que los hace innecesarios. A veces pienso que haber llegado a la edad que tengo, que no es elevada aunque no todos en mi profesión duran tanto, no es más que una burla cruel del sino para torturarme aún más, para que cuente con más tiempo para lamentarme de que no tengo, nunca tendré, futuro. Uf, pero qué fenomenal me estoy poniendo. Eso es lo que pasa cuando no hay nada interesante que contar: que cuentas demasiado. Para abreviar, diré que en cuanto me sirvieron la jarra con el fruto de la uva, como si fuera una señal, un hombre más o menos de mi edad, de aspecto agradable y vestimenta típica de artesano, se sentó a mi lado.

-Tienes aspecto de venir muy de lejos -me espetó-. ¿Qué tal si me cuentas la historia de tus aventuras y yo te invito a beber? ¿Te parece un buen trato?

Me encogí de hombros.

-Tal vez te decepcionaría. No soy buena narradora y en mi vida tampoco hay nada tan digno de narrar.

-Bueno, puedes dejar que yo lo decida -refutó él-. Al menos, tu voz es bonita. Podría escucharte durante mucho tiempo, aunque no me agradara nada de lo que dijeras.

Como estrategia de conquista, había que reconocerlo, aquello era muy flojo. Pero aquel joven no parecía mala persona, y tampoco era en absoluto desagradable de mirar. Así que, con la única intención de pasar un rato y hacer tiempo hasta que saliera mi barco (yo también tengo mis momentos pudorosos y decentes, que os creíais), bebí y hablé con él un buen rato. Y entonces, el fundido en negro volvió a caer sobre mi vida. En forma de un enrome jarrazo que me propinó el artesano infiltrado cuando estaba presumiendo de mis aventuras, y que me hizo ver pajaritos un buen rato y, después, una buena porción de nada.


Y, de pronto, me encontré atada en la bodega del barco. Sin dinero, sin caballo, sin mis pertenencias, con el navío boloñés no se sabía dónde y, de nuevo, habiendo metido la pata hasta la misma rodilla.

Añadiendo a todo eso la presencia de un silencioso y malcarado Gonzalo, cuyas intenciones se auguraban, para variar, de lo más funestas. (sigue)

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