Tendederos de cuento
19 agosto 2014 por Ana Prieto
Cuestas pedregosas, calles estrechas, escalones inesperados que sorprenden en cada esquina.
El olor a sardina asada impregna el aire en la ciudad.
Camino sin rumbo por las calles lisboetas. Tomo la primer a la izquierda mientras deambulo por el barrio de Graça. Allí me encuentro con una familia numerosa que se aloja en el primer piso de un edificio de tres plantas.
La fachada azul muy vivo, quebrada y desconchada parcialmente por el paso del tiempo y el descuido.
Tendederos en el barrio lisboeta de Belem, junio 2014… otras historias
Los tres niños de unos 8, 5 y 3 años pasaron la tarde jugando al fútbol en la plaza de la esquina. La madre, pequeñita y delgada, estuvo frotando por la noche todo lo que pudo, pero fue imposible devolver el blanco a los calcetines del mayor.
Se aprecia a simple vista que, de los tres, es el más “destrozón” y descuidado. “¡Siempre igual con él! ¡Cuándo aprenderá que debe cuidar la ropa para que la aprovechen sus hermanos!”, se queja sola en voz alta, mientras parchea cada nuevo agujero en su pantalón.
El padre rudo y corpulento, trabaja para el servicio de limpieza de la ciudad. Se siente afortunado porque cobra puntualmente a fin de mes, aunque le han rebajado su salario en los últimos años. Según dicen en la tele, fue necesario para superar la crisis y cumplir con los compromisos y pagos de un rescate europeo del que ha oído hablar mucho en las noticias, pero que no termina de comprender por qué le afecta tanto en su pequeña vida.
Lo cierto, es que ya no les llega para acabar el mes y los pequeños lujos están prohibidos para la familia.
Él se consuela pensando que muchos de sus vecinos o no tienen trabajo o trabajan sin cobrar, y la hipoteca les ahoga sin remedio.
Cree sinceramente que son afortunados. Su sueldo les da para cumplir con el banco, tener un plato de comida caliente y vestirse. Van tirando.
Al llegar a casa a la hora de la cena, saluda discreto y fija sus ojos marrones en la espalda femenina que ve frente a la cocina.
Ella responde sin tan siquiera girarse. Continúa su rutina atenta a los fogones.
Lo sabe. En los últimos años, ha perdido la sonrisa.
La mira con nostalgia y anhela una carcajada desenfadada que hace tiempo dejó de sonar. Ninguno de los dos ríe ya como antes. En realidad, ni tan siquiera ríen.
Silencio…
Suenan gritos y risas infantiles que se cuelan por la ventana entreabierta del primer piso de una casa azul vivo desconchada por el paso del tiempo y el descuido.
Los niños se acercan. Hay que poner la mesa.
La exhibición de los tendederos lisboetas nos da la oportunidad de liberar la imaginación para esbozar historias y cuentos sobre quienes viven allí. Así, uno tras otro.
Continúo mi paseo por las calles de la capital portuguesa. Una ciudad en la que el caótico orden que existe en su definido desorden muestra al viandante ocasional escenas espontáneas a cada paso que da.
Giro la esquina. Siguiente calle. Los hilos de otro tendedero relatan una nueva historia de pantalones desteñidos, camisetas de colores y trajes estampados a todo aquel transeúnte observador que sepa leer el fondo de lo que a simple vista parece sólo un trapo.