Todos estamos entrenados para olvidar. Dicho así reconozco que suena a afirmación excesivamente rotunda, pero lamentablemente, la verdad es que por desgracia nuestra capacidad de almacenar recuerdos es limitada.
Alguno pensaréis ¿pero no decían que el saber no ocupa lugar? Es cierto, el refrán existe pero evidentemente el verbo ocupar no se refiere a espacio (las bibliotecas están llenas de saber) sino más bien al hecho de que tener mayor conocimiento no estorba o supone ningún inconveniente.
De todos modos, en ese sentido, tampoco, en mi opinión, es una afirmación que acabe de compartir: según van pasando los años, guardamos en nuestra memoria nuevas vivencias, datos o anécdotas, pero necesitamos espacio para todos ellos, y por ser limitados nuestra memoria, el mismo paso del tiempo ayuda también, borramos otros.
Lo curioso, además, es que a eso se le llama memoria selectiva. Y quiero imaginar que se le llama así porque ella, y no siempre nosotros, elige muchas veces qué recordáremos. Cierto es que, voluntariamente, las personas podemos coger una goma y borrar determinados hechos, o guardar por ejemplo, bajo siete llaves algunas vivencias, importantes o no, de nuestra vida, pero realmente muchas de las cosas que recordamos no las hemos pedido guardar, simplemente lo hacen.
En mi caso, aunque hayan pasado ya much(ísim)os años, algunos recuerdos de mi infancia se han perdido por el camino, sin embargo, otros, por el contrario, siguen grabados a fuego:
Por ejemplo, jugar al fútbol en el patio de cemento del Hispano Inglés intentando imitar a los ídolos de entonces; cambiar cromos (de cartón gris, no como ahora que son pegatinas) de los equipos de la Liga de aquella época (alguno compartirá el recuerdo de la ilusión que suponía abrir los sobres que nuestros padres compraban en los quioscos); la hora de lectura que teníamos de pequeños en clase donde, en mi caso, devoraba algún clásico de Joyas literarias juveniles de Bruguera ¿los recordáis?; el odiado plátano frito en el comedor de los viernes (en Tenerife era típico que los viernes nos pusieran arroz a la cubana con plátano frito -no iban a ser todo recuerdos buenos-); las clases de judo al salir de clase, donde con ilusión avanzaba consiguiendo distintos colores en el cinturón; el nombre (el número no) de las calles donde viví (Álvarez de Lugo y luego en Enrique Wolfson); tener pollitos pintados de colores (¿por qué recuerdo esto? No lo sé, es un misterio, pero está ahí); ir bajando por la rambla de Santa Cruz al salir del cole para ir a clase de natación (los días que no tenía judo claro); parar de vez en cuando a comprar la merienda o un helado en López Echeto (sí también recuerdo curiosamente ese nombre); pasar el fin de semana con una raqueta de tenis de madera más grande que yo; los polos de coca-cola, o menta, que los fines de semana devorábamos tras haber hecho alguna carrera en la enorme piscina de agua salada del Club Náutico; el desfile de Carnaval (recomiendo a todos que si podéis disfrutéis alguna vez de su famosísimo Carnaval de Interés Turístico Internacional) y en concreto a la murga ni fu ni fa; el parque García Sanabria, donde me hicieron la foto de portada que he utilizado en el post, y donde existe un museo de esculturas al aire libre con obras de Miró o por ejemplo Henry Moore (el nombre del parque no lo recordaba pero la novela de Gambín, del post anterior, lo ha recuperado de nuevo); el entusiasmo con el que esperábamos todos en el parque citado el guiñol de Gorgorito....
Como veis, sin duda, buenos y grandísimos recuerdos de siete años de mi infancia en Santa Cruz de Tenerife. Memoria selectiva de una ciudad que he tenido la oportunidad además, de visitar en varias ocasiones posteriores, ya de adulto; y a la que dicha, curiosa, memoria me ha ido llevando de nuevo la lectura de Ira Dei que os recomendaba en el anterior post.
Sí, tenéis razón, si habéis tenido la oportunidad de leer la novela, Santa Cruz es solamente el decorado lateral de la misma, siendo en realidad San Cristóbal de la Laguna el epicentro de la buena novela de M. Gambín, pero bueno, así aprovechaba una excusa perfecta para compartir un viaje a retazos de mi niñez con vosotros, y sobre todo, para recomendaros un viaje a la isla chicharrera, y visitar su capital, donde desembarcó Alonso Fernández de Lugo en 1494.
La ciudad se distribuye en torno a la zona portuaria, mediante un trazado urbano estructurado en ramblas y amplias avenidas. En el centro neurálgico, junto al mar, se localiza la plaza de España, construida el siglo pasado sobre el emplazamiento antiguo del castillo de San Cristóbal. Frente a la plaza os encontraréis con el Cabildo Insular, de estilo neoclásico o la fachada dieciochesca del barroco Palacio de la Carta. Cerca el Casino o el Teatro Guimerá, son dos representantes muy buenos de la arquitectura civil de la capital. Como representaciones religiosas dos ejemplos a recomendar: la Iglesia de San Francisco y la de la Concepción (su construcción data de 1500 y restaurada en 1653, su torre de 1786)
En el siguiente post os mencionaré alguno de los mejores lugares a visitar a lo largo y ancho de la isla de Tenerife, al menos, de los que mi memoria selectiva, mejor recuerdo guarda.