Tengo pesadillas con ese horno.
HORNOS DE LONQUÉN
IVÁN NAVARRO
PERIODISMO UDP
Todo partió con un señor mayor, que llegó a la Vicaría de la Solidaridad, pidiendo hablar con el vicario Cristián Precht y con el secretario ejecutivo, Javier Luis Egaña. Yo llevaba dos años como fotógrafo de la Vicaría y el señor me pareció muy extraño. Usaba un cucalón en la cabeza, como esos exploradores de África. Le quise tomar fotos, pero se negó.
El señor dijo que había encontrado restos humanos en unos hornos de Lonquén. Posteriormente se diría que la versión nos llegó a través de un sacerdote, que recibió el dato mediante confesión. Pero esa versión se armó para proteger la identidad de ese señor, cuyo nombre nunca supe ni quise saber.
Se armó inmediatamente una comisión para visitar los hornos al día siguiente. El grupo incluía al entonces director de la revista Qué Pasa, Jaime Martínez, y al subdirector de Hoy, Abraham Santibáñez. Los acompañó Helen Hughes, una fotógrafa norteamericana que trabajaba conmigo en la Vicaría, porque ese día yo no estaba. Helen volvió con fotos de fémures. Se decidió que por ningún motivo ella iría de nuevo: como era norteamericana la podían expulsar del país.
Al día siguiente partió la segunda comisión, cuando ya la denuncia estaba en la Corte Suprema. La integraban dos abogados, el sacerdote Gonzalo Aguirre y yo. Partimos muy temprano, en una citroneta. Nos presentamos ante la jueza del Crimen de Talagante, Juana Godoy, a quien le habían asignado el caso. Era una mujer joven y estaba nerviosa. Pero actuó con determinación. Al ver mi cámara me pidió que fuera su perito fotográfico.
Cuando llegamos al lugar empezamos a quitar los ladrillos de la boca inferior de uno de los hornos. Desde adentro salió un hedor insoportable. No llevábamos máscara, ni siquiera una pala. La jueza me dijo que tendría que meterme adentro. El problema es que la abertura, a medida que uno avanzaba, se convertía en un socavón estrechísimo, de no más de 60 centímetros de altura. Tendría que reptar, aguantando la respiración. Respirar era imposible.
Me tiré de espaldas, primero sin cámara. Los demás me empujaban de los pies. Adentro había una oscuridad absoluta. Levanté la mano a tientas y toqué un paño del que sonaban cosas. Después me di cuenta que era un calcetín con falanges humanas. Tanteando noté que el calcetín colgaba de una parrilla de metal, ubicada sobre mi cara, y que había más huesos y ropa filtrándose entre los espacios. Los demás me sacaron cuando les avisé moviendo los pies que ya no tenía aire. Volví a entrar con la cámara y el flash unas cinco veces. Hice un paneo completo de fotos, aguantando la respiración, tiro a tiro.
Estuvimos desde la mañana hasta las cinco de la tarde. Ya a mediodía había llegado la Brigada de Homicidios, Carabineros y gente de la CNI que se paseaba y nos amedrentaba.
Volvimos a Santiago en la citroneta. Nos siguieron cinco vehículos de la CNI. Cuando llegamos a la Vicaría estaban todos expectantes, incluido el cardenal Raúl Silva Henríquez. A pesar de que venía terriblemente sucio, Javier Luis Egaña me pidió revelar inmediatamente las fotos. Cuando estaba secando el material lo revisé con una lupa y me di cuenta que de la parrilla colgaba parte de una camisa con un estampado. Inmediatamente me acordé. Porque yo había hecho copias de imágenes de cientos de desaparecidos, con fotos facilitadas por las familias. Y la camisa que llevaba uno de los desaparecidos de Lonquén tenía un estampado igual, un diseño muy hippie, como el de una ameba. Fui al archivo y saqué esa foto. E