Revista Cultura y Ocio

Teólogos y astronautas

Por Calvodemora
Teólogos y astronautas
Leí ayer que los astronautas sienten una ternura infinita cuando están en órbita y ven la Tierra a lo lejos: comentan cuando bajan que lo que da a esa altura es una gana enorme de cuidarla. Parece ser que la conciencia adquiere una dimensión cognitiva superior que hace irrelevantes las rencillas de los gobiernos o los conflictos fronterizos. A riesgo de citar o de parecer al mismísimo Paulo Coelho, Dios misericordioso lo impida, uno imagina que el cosmos habla con nosotros y nos muestra lo pequeño que somos y lo insignificantes que son nuestros problemas o incluso nuestras humanas felicidades. Viene a ocurrir un poco como sucede con las catedrales: el hombre se rebaja al tamaño menor del que dispone ante la grandeza de sus arcos y la altura de sus columnas. El universo es una catedral, podríamos decir, concebida para que sus moradores precisen por fuerza la injerencia constructora de una divinidad. Cómo podría si no, nos preguntamos en mitad de la noche, existir el agua o las criaturas o los árboles, en fin, ustedes ya me entienden. El astronauta, allá en esa privilegiada atalaya, toma consciencia de la parte que le tocó en la trama con mayor claridad que si se desplazara a ras de suelo. Todos, una vez izados, somos un poco teólogos. La contemplación de la realidad es más limpia y es más hermosa cuanto más nos alejamos de ella.
A las personas nos sucede lo contrario: la ternura y las ganas de cuidarnos sobrevienen cuanto más cerca estamos. La distancia reduce el interés, incluso lo cancela en ocasiones. Debe ser así, no hay otra manera de entender ese desquiciamiento que tenemos y que nos impulsa a lastimar al semejante o en herirlo o en borrarlo del mapa, en última instancia. Lo tenemos tan a mano que no nos fijamos en él: quizá haga falta el concurso de la distancia, la posibilidad de verlo evolucionar a sus anchas, sin que se note que estamos observándolo, apreciando lo que hace, entendiendo el porqué de su rutina. No sé yo, pero igual daban ganas de cuidarlo y nuestra dimensión cognitiva entra en un rango superior en el que no sería posible hacer daño a los de nuestra propia especie, al modo en que esos robots de las historias de ciencia-ficción tienen programado en su libro interno de algoritmos y no pueden perjudicar a su dueño o a su creador.
Se cree en la astronomía porque lo explica todo muy claro. Usted está aquí, ésta es su casa, el resto es lo insondable, no le dé más vueltas, no somos el centro de la creación, nuestra residencia es la más pequeña de todas las residencias, nuestra presencia en el universo es anecdótica, ridícula. No importa que a la ciencia no le afecta que se cree o no en ella: conviene de vez en cuando tomarla como si fuese una religión y obrar a su beneficio a la manera en que lo hacemos con la fe, que no es cuestionada nunca y sale airosa de todos los obstáculos que se le presentan cuando es sincera y nace de adentro. No teniendo yo las inclinaciones científicas que tuve antaño, ni teniendo las religiosas ahora, quizá tenga poco que decir en los asuntos de la teología y de la astrofísica, pero entrevé uno la rendija por donde discurre la luz entre ambas disciplinas, como si tuviesen un hilo que las arrimase, un territorio compartido en el que de cuando en cuando entablan un diálogo. Falta conocer el lenguaje que usan, esmerarnos en entender qué dicen, si algo de lo que se cuentan nos concierne, si al final va a ser que las dos cosas son la misma cosa y sólo se diferencian en la melodía que las hace sonar, pero usan el mismo y delicado instrumento.

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