Originalmente el lenguaje era simple interjección. Tiempos aquellos, los que vieron el nacimiento del habla, en que los objetos servían de mera ampliación o de capa epidérmica a la intimidad, como ocurre con los niños, para los que el mundo posee la función de servir de escenario para sus juegos y sus sueños, y no tiene aún entidad suficiente para imponerse como exigencia y limitación a sus ingenuos prejuicios y a sus inocentes abusos interpretativos. “Lo que los niños llaman cosas –decía Ortega mucho mejor de como lo estoy diciendo yo– son en realidad las siluetas fugitivas que se van dibujando en sus pasiones”. Para expresar alegría, tristeza, irritación, frustración, deseo… basta con los gritos y poco más; y esa es la base del lenguaje del niño y del salvaje, antes de que aparezca la necesidad de articular palabras y conceptos con los que tratar de apresar intelectualmente las cosas que nos rodean.
Allí donde la palabra viene a expresar un mínimo de idea y un máximo de afectividad estamos, pues, aprovechándonos del lenguaje no para describir las realidades objetivas sino para dar rienda suelta a nuestras pasiones. Es lo que ocurre sobre todo con los improperios. “La abundancia de improperios –dice también Ortega– es el síntoma de la regresión de un vocabulario hacia su infancia”. Y añade: “Es sabido que no existe pueblo en Europa que posea caudal tan rico de vocablos injuriosos, de juramentos e interjecciones, como el nuestro. Según parece, sólo los napolitanos pueden hacernos alguna concurrencia”.
De esta forma, apremiados, por ejemplo, por la necesidad de exponer lo que queremos decir en un máximo de 140 caracteres, como nos exige ese medio de comunicación hoy tan prevalente que es Twiter, no hay más que ver cómo los españoles entendemos que ir al grano, a la sustancia de eso que queremos decir, equivale demasiado a menudo a conjuntar improperios. “Suele ser para nosotros los (…) iberos –pasamos a concluir también de la mano de Ortega– cada palabra un jaulón, donde aprisionamos una fiera, quiero decir un apasionamiento nuestro”. Si fuéramos capaces de salir de esa prisión de nuestras pasiones elementales, de atender al perfil que, más allá de nuestros deseos y pulsiones prematuras, emiten realmente las cosas y las opiniones ajenas, nuestro idioma relajaría la preeminencia que concede al improperio y dejaría un más amplio campo de acción a los argumentos. Pero ya advertía Ortega asimismo que esa perspectiva sesgada que nos regresa egocéntricamente hacia nosotros mismos y, correlativamente, “ese error persistente en nuestra propia valoración implica una ceguera nativa para los valores de los demás (…) La pupila estimativa (…) se halla vuelta hacia el sujeto, e incapaz de mirar en torno, no ve las calidades del prójimo”. Entiéndase también, junto a las del prójimo, las cualidades objetivas de las cosas.
Cuando Toni Cantó, diputado de UPyD, expuso hace unos días su valoración sobre los perjuicios a los que, según él, está adscrita nuestra Ley Integral sobre la Violencia de Género, muchos de aquellos que se dedican a conjuntar interjecciones e improperios en vez de atender a la realidad que –con mayor o menor acierto en las estadísticas en las que se apoyó– Cantó señalaba, aprovecharon para cebarse en él de una manera inmisericorde. De Izquierda Unida, ese ámbito político que parece que acepta servir como lugar de acogida para resentidos e inadaptados en general (y que en momentos tan dados a la exasperación como los actuales está, efectivamente, llamada a tener un gran futuro) es de donde vinieron las mayores descalificaciones. Entre ellas destacan las propuestas de empalamiento al diputado de UPyD por parte de Jorge García Castaño, concejal de IU en el Ayuntamiento de Madrid, en su cuenta de Twitter, o este antológico tuit del Área de Juventud de Izquierda Unida (12.202 seguidores): “Ilegalización ya de @upyd y dimisión de @tonicanto1 por apología del #terrorismomachista el machismo mata! Y vuestra ideología también!” (http://bit.ly/W8sV6o).
Pero –sigamos con Ortega para así neutralizar los efluvios de la mala literatura– “además de las interjecciones, es curioso el prurito de nuestra raza por expresarse con gestos excesivos”. En este marco hay que incluir asimismo el que PSOE, Izquierda Plural y BNG hayan pedido la reprobación del diputado Toni Cantó y PP, CiU y PNV hayan condenado sus declaraciones sobre las denuncias por violencia doméstica. De modo que entre improperios y gestos excesivos se ha conseguido una vez más usurpar el espacio que naturalmente deberían ocupar los argumentos. Si estos hubieran podido asomar, se debería haber podido atender al hecho de que somos el único país que ha pretendido defender a la mujer de la violencia de género llevándose por delante un precepto constitucional, en concreto el artículo 14, que dice: “Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”. O aquel otro presupuesto básico del Estado de Derecho según el cual se presume la inocencia de las personas mientras no se demuestre lo contrario. De modo que, en España, hoy, si una mujer acusa a su marido de comportamiento violento con ella, es éste el que debe de probar su inocencia no aquella su culpabilidad, y, mientras tanto, puede, sin más requisitos, ser detenido y esposado delante de sus hijos, encarcelado preventivamente, expulsado del hogar familiar por una orden de alejamiento y obligado a perder la custodia y compañía de sus hijos menores de edad, así como a socorrerlos económicamente (no son éstos de los que hablo supuestos abstractos: son hechos, está ocurriendo así). ¿Pero y si la denuncia fuera falsa, como de hecho es muy posible que ocurra en los exasperados momentos de conflicto que suelen vivir muchas parejas, quizá próximas al divorcio? Pues si, como ocurre de hecho, no se persigue judicialmente la denuncia falsa, la mujer encontraría un gran incentivo en aprovechar ese sesgo de la ley para sacar una gran ventaja de la conflictiva situación… a costa de que el hombre, sintiéndose tan injustamente tratado, aumentara gravemente su resentimiento hacia la mujer o, en el colmo de la frustración, cayera en la depresión y en posibles pensamientos (y muchas veces actos) suicidas.
De esto venía a hablar Toni Cantó. No de dar pábulo a los terribles comportamientos de violencia intrafamiliar (de que esto es así sólo habría que convencer a aquellos a quienes su inteligencia no les permite confirmar lo evidente), sino de las tremendas consecuencias que puede tener una ley como esta que hoy pretende contrarrestar los efectos de la llamada violencia de género y que no sólo no ha conseguido disminuirla, sino que, en esos casos a los que aquí se alude, por el contrario, lleva a aumentar el nivel de conflictividad, resentimiento e incluso posible violencia final. Y puesto que contamos con un diputado valiente, además de brillante, capaz de traer a la luz de la discusión pública un problema de esta envergadura, quienes transcendiendo de ese nivel intelectual y político en el que los improperios y los gestos histéricos sustituyen a los razonamientos somos capaces de escuchar y entender, estamos obligados a arroparle y defenderle. Incluso a procurar que no se amilane.